1- Detesto el botón de acelerar audios, me parece horrible, pero lo uso igual. A veces “decido” usarlo —una decisión con conciencia de sí—, y otras, en cambio, simplemente me encuentro haciéndolo. Los botones tienden a eso: es tan fácil apretarlos, requieren tan poca voluntad. El cuerpo está tan lejos de los efectos que logra... ¿Qué dice este nuevo botón sobre el modo de vida actual? ¿Cómo nos lee, qué capta de nosotrxs? Y a su vez, ¿qué potencia, a qué propende?
“Cincuenta y nueve segundos es el máximo de un audio decente”, broméabamos con amigos hasta hace poco. Un minuto ya es demasiado, che. Un minuto, no da. No te lo doy. Gracias a Dios, ahora tenemos el botoncito de acelerar (“Dios”, eso omnisciente que mora en la nube). Podemos escuchar a alguien sin perder tanto tiempo. Sin que su cadencia nos secuestre. A vos, que mandás audios de dos, tres, ¡cuatro minutos! Eternos. “Vos le das sentido al botón de acelerar los audios”, injuria nueva. A vos, la verdad, hasta en persona te aplicaría el aceleradorcito, si pudiera. ¡Dale!
Esto, quizá, es un poco extremo.
Al fin y al cabo, no es lo mismo estar con alguien en presencia, que tenerlo en la pantallita como una fila más de una larga pila. La pila de conversaciones, o “canales” de diálogo, que nunca están cerrados. Esa pila exige comprimirse para entrar, para que no desborde. Lo que el dispositivo dispone es el desborde. Así, tendiendo siempre al desborde, subjetiva en en clave de déficit, porque no damos a vasto, siempre algo podemos estar perdiéndonos-. La lista de mensajes es virtualmente infinita, y las conversaciones están siempre ahí, en algún lugar. Cada cual es un renglón con su rayita que titila. ¿Por qué titilan las rayitas de nuestro “cursor” o “comando” en la pantalla? La rayita donde escribiremos, la rayita que representa nuestra presencia activa en la pantalla, ¿por qué titila? Para que la veamos latiendo. El aparato busca que nuestro pulso se identifique; que se componga con él.
Hablar en presencia con alguien es distinto. Huelga decir que cada tipo de diversa situación nos pone en diverso estado —cada una nos dispone a su modo—. Una cosa es una mesa y un mate (dispositivo de lentitud), un banco de plaza, una mesa y un vino, un ascensor, un pasillo, un recreo, un boliche, un cuarto propio, etcétera. Solo que hay dispositivos que vertebran nuestra existencia, y nos ponen en un estado que pasa a constituirnos más allá del tiempo en que lo habitamos. Más que estado, entonces, ahí se trata de un modo de ser, una subjetividad, desde la que luego llegamos a cualquier tipo de situación, aún si muy distinta a aquella que nos dio esa forma. Por eso hay situaciones que por sí producirían un registro y un tiempo distintos pero que, no obstante, son habitadas por personas que no pueden bajar su acelere conectivo. Desde nuestra subjetividad conectiva, podemos hasta querer apretarle el botoncito para que acelere a la cocina de casa, al ruido del barrio, al propio pensamiento, al trabajo que estemos realizando, a dormir a nuestrxs hijxs, a lo que pasa, acelere a toda la realidad. Al menos x 1.5...
Desde nuestra subjetividad conectiva, podemos hasta querer apretarle el botoncito para que acelere a la cocina de casa, al ruido del barrio, al propio pensamiento, al trabajo que estemos realizando, a dormir a nuestrxs hijxs, a lo que pasa, acelere a toda la realidad. Al menos x 1.5...
2- Para los sujetos conectivos, hablar por teléfono ya resulta, como un enlace con otra persona, de una cercanía orgánica excesiva. El mensaje de texto es más limpio, más liso. Y parece que aún el mensaje de voz resulta un exceso de presencia de corporalidad para las exigencias de velocidad y disponibilidad que nos gobiernan. Así, nos comprimimos para sostener el apretujado lugar en la pila del continuo. Con el botoncito de acelerar, podemos escuchar el mensaje de alguien pero sin escuchar a ese alguien. Como si, finalmente, se lograra suprimir al cuerpo vivo del emisor manteniendo, empero, la información-.
Si en algún momento los celulares y dispositivos de “chat” (charla) parecían cubrir la ciudad con un estado de conversación permanente, vemos ahora que, más bien, la conversación como tal es una de las prácticas que más atentados sufrió en lo que va del siglo. No sufre aplastamiento por parte del silencio, sino del ruido, en un regimen de intercambio constante de mensajes sin que haya alguien. No se trata de nostalgia (nada se descompone sin que se gesten nuevas composiciones), pero sí quizá de dolor: el dolor de lo atacado y disminuido. Si la conversación resiste es en tanto espacio de vitalidad que ofrece subjetivación con grados mayores de autonomía que la subjetivación ritmada por los dispositivos dados. Porque la conversación también es un formato subjetivante; también produce un modo de ser, atributos, hábitos, formas de la percepción, de la vincularidad, de vivir el tiempo y el espacio, las jerarquías y la paridad, la creación de sentido; nos deja imágenes de nosotros específicas, propias de esa práctica. En la conversación, acaso, se mantiene lo que de nuestros modos de sentir y percibir tiene tensión con lo que hacen de nosotros los dispositivos dados con que reproducimos nuestra existencia. Aquello de nosotros que no coincide por completo con la funcionalización.
La aceleración no solo hace que pase más rápido la voz; quedan voces de “ardillitas”. Se homogeneizan las voces. Desaparece todo rastro del “grano de la voz” que, según Liliana Herrero, constituye la marca de una singularidad a través de la cual un territorio, una historia, una tensión existencial situada —esta gente, este conflicto, estos dolores, estas ansias—, se expresa en un habla, o canto. Es que toda habla tiene algo de canto. Tanto menos cuanto más aparatosa sea, cuanto más adecuada a la rítmica de algún patrón. No queda canto en la voz acelerada por el botón.
3- Como decía Héctor Schmucler, usamos los medios, elegimos cómo usarlos, pero lxs que elegimos somos sujetos en buena medida producidos por el dispositivo. Podemos elegir o no si usamos el acelerador de voces, pero nuestra espontaneidad dista de ser inmaculada (como tampoco al conversar, claro). Como dice Spinoza, los hombres creen que son libres porque tienen conciencia de sus apetitos, pero ignoran cuáles son las causas de sus apetitos. Este apetito de que te apures, de que pase rápido; estas ganas de constantemente estar disponibles para lo que sigue, para que pase algo, y cuando pasa, que pase rápido, no sea cosa que bloquee el estar disponibles para que pase algo; esto modo de percibir las cosas como con una lentitud exasperante: son una disposición oficial de los dispositivos de la religión -o religazón- contemporánea, que lleva la batuta del tiempo.
Sujetos a los dispositivos dominantes, más que en estado de conversación permanente estamos en estado de emisión y recepción permanente. O mejor, en estado de disponibilidad permanente. Tan disponibles que, parece, ni escuchar el habla de alguien podemos. El disponibilismo pide no estar atado a nada ni a ningún lugar. Y la voz, el habla de alguien, en cierto sentido es un lugar. Tiene su pulso, su tono, su paisaje, su relieve. El habla de alguien un poco te ata, un agarre que dura lo que dura, como el abrazo de un baile.
Sujetos a los dispositivos dominantes, más que en estado de conversación permanente estamos en estado de emisión y recepción permanente. O mejor, en estado de disponibilidad permanente.
4- La aceleración, como tendencia, dista de ser nueva; lo mismo su crítica. Pero la jerarquización misma de lo nuevo participa del imperio de la instantaneidad. El presente sufre un asedio aceleracionista, que además muestra, sí, ribetes específicos dentro de su historia. La racionalidad del capital dominante es financiera y el capital financiero también exige velocidad y disponibilismo. Para el capital financiero, todo es pérdida salvo la ganancia máxima conseguible en cada instante. No requiere tanto trabajadores formados para el largo plazo, sino seres disponibles a las oportunidades y los negocios desmontables y adaptables. El disponibilismo es exigencia tanto comunicacional como financiera. Desde el punto de vista de la valorización financiera del capital, todo es dato. De allí su carácter despiadado y biocida.
Ahora, la aceleración de las voces tuvo un entrenamiento importante: esas codas de las publicidades radiales, donde lo que deben decir por obligación (la letra chica), se graba rápidamente, y se le borran los silencios entre las palabras. Para vender su promesa de felicidad, cantan; para pasar los datos, suena una voz sin entres. Plana, lisa, continua. Una voz que no habla, solo pasa información. Una voz que no respira: una forma del horror. Acaso la aceleración de mensajes de voz exprese una pobreza respiratoria de nuestro cuerpo social.
5- “Cualquier movimiento nos revela”, decía Montaigne. La propagación de este botoncito es un acontecimiento muy menor, pero vale de muestra del perfeccionamiento de un proyecto mediático-financiero (en cierto sentido también teológico) de anulación de todo vestigio de presencia del otro, sustituyéndola por una pura información abstraída de las huellas propias de que hay alguien ahí. El sueño de estar nadando en conexiones sin que me nadie me moleste con su presencia (¿no puede narrarse así tanto el sueño mediático-conectivo como el sueño del capital financiero?). Un mensaje de voz todavía tenía el ritmo de alguien, su textura. Y para el capitalismo mediático financiero, es negocio que haya mensajes infinitos, pensamientos múltiples (o en rigor, discursos y enunciados múltiples). Si en algún momento sufrimos el pensamiento único, hoy vemos la dominancia más profunda de un ritmo único.
Porque no se trata, por supuesto, de criticar la velocidad. Queremos a Maradona, al cometa Halley, a Nadia Comaneci, a los átomos mismos inclusive. Se trata de cuidarnos de una velocidad patrón única. De perder la pluralidad de velocidades posibles. Y quedar acelerados constantemente.
Porque no se trata, por supuesto, de criticar la velocidad. Queremos a Maradona, al cometa Halley, a Nadia Comaneci, a los átomos mismos inclusive. Se trata de cuidarnos de una velocidad patrón única. De perder la pluralidad de velocidades posibles. Y quedar acelerados constantemente. Viviendo todo (las montañas, los ríos, las gestiones de gobierno, una tarde de domingo, un dolor en el hombro) sin poder atender y habitar la singularidad de su presencia, por la sensación dominante de que ya se va y ya tenemos que estar disponibles para lo que puede ya estar pasando. No criticar la aceleración, sino la naturalización de su obviedad permanente. Al fin y al cabo, la alta velocidad también puede ser experimentada por entes inertes. Estar constantemente acelerados puede ser una forma de quedarse repitiendo lo mismo y, en rigor, no moverse —no moverse de lo dispuesto por lo dispositivos—.
6- Y como dijo una filósofa mexicana, todo eso es cierto, pero también es cierto que no es cierto. Desde una perspectiva materialista, cualquier calle puede ser doble mano (e incluso dejar de ser mero lugar de tránsito), y miles de trabajadores y trabajadoras saben, ya, que el botón de aceleración de audios se inventó para (no) escuchar a les jefes.