Hace unas semanas el periodista trasandino y dueño de medios Tomás Mosciatti hizo una editorial en la que afirmaba que la democracia chilena estaba en peligro con Gabriel Boric.
Sus palabras se inscriben en una larga tradición de las derechas latinoamericanas y, particularmente de la chilena, en la utilización de los medios masivos para agitar fantasmas y desconocer la voluntad popular.
Cuando en 1970 asumió el gobierno democrático de Salvador Allende, el mismo sector político aseguraba que el gobierno democrático tomaría partido por la URSS en la guerra fría y aseguraba: “Vamos camino a convertirnos en Cuba”, aunque eso fuera en contra de las intenciones del propio Presidente Allende, quien defendía una tercera vía. Pero las cartas de la derecha estaban echadas y la visita de Fidel Castro al país en 1971, no hizo otra cosa que fogonear los prejuicios.
Según la historiadora Sofía Correa, en ese momento "la derecha no visualiza que Allende puede ser una alternativa a Fidel Castro en el sentido que puede hacer una revolución desde la institucionalidad", porque cualquier institucionalidad iba a estar subordinada al afán revolucionario. Sin embargo, la derecha venía de un fracaso en los 60, un fracaso del modelo que había ofrecido el Presidente Jorge Alessandri. Ante la carencia de proyecto surgió el anticomunismo, un discurso al que la derecha –no sólo chilena– ha echado mano en distintas épocas de la historia, tal como dice esta historiadora: se trata de "un discurso que apela al derecho de propiedad, al orden por supuesto, recuperar la estabilidad, recuperar los valores tradicionales de Chile, etc., en esa línea no muy sofisticada”.
La era de las Zuelas
El hecho de que la derecha esgrimiera como oferta el anticomunismo indicaba que no tenía nada nuevo qué ofrecer, salvo orden, estabilidad, derecho de propiedad. Es un discurso antiguo por así decirlo, pero que en distintas épocas se ha ido modulando y reavivando. Este anticomunismo además ha tenido distintas variantes: en los 70, durante la dictadura de Pinochet, y en los 90 fue Cuba. En las dos últimas décadas, en cambio, ha sido Venezuela.
Resulta curioso que los dos modelos de comunismo hayan sido precisamente modelos no comunistas en el sentido estricto. De hecho, la Revolución Cubana no fue reconocida de inmediato por los partidos comunistas de Sudamérica; para que lo fuera Fidel primero tuvo que alinearse con la URSS. Algo similar ocurre con Venezuela, aunque hay que reconocer que el chavismo hizo bastante por parecerse a Cuba.
Durante los últimos años Venezuela ha sido usada como amenaza política al igual que Cuba. Hacia fines de la primera década del 2000 si se levantaba un gobierno populista en Sudamérica, no era raro que la derecha saliera a recordar que existía el riesgo de que esa nación se convirtiera en Venezuela.
Sin embargo, no fue hasta la década siguiente donde esa amenaza fue usada de manera más habitual y, en cierto modo, burda por los medios de comunicación, surgiendo así naciones nuevas: Chilezuela, Argenzuela, Peruzuela, en fin una larga fila de países controlados ya no por Hugo Chávez, que había muerto, sino por el siniestro Nicolás Maduro.
En mayo de 2014, el profesor argentino de la Universidad de Georgetown Héctor Schamis se refirió por primera vez en una columna a Argenzuela en el diario español El País y lo hizo en los siguientes términos: “Argenzuela, país con dos capitales en América del Sur, Buenos Aires y Caracas, también fue creada por el acuerdo político de dos poderes cuasi monárquicos, el de los Kirchner y el de Chávez”.
Schamis, que también hoy es columnista de Infobae, planteaba en su delirio que este país era como el imperio austrohúngaro. Meses después, en otra columna en el medio español, a propósito de la muerte del fiscal Alberto Nisman, agregó que este imperio estaba en desintegración, quizá por eso “estas líneas están escritas con urgencia y con temor, temor de dos gobiernos que ya casi no existen, pero que se sienten dueños del poder. Con miedo a dos Estados que no son capaces de hacer política monetaria con coherencia, pero cuyos servicios de inteligencia conocen demasiado de la vida de los ciudadanos y tienen demasiada autonomía”.
No hay que argumentar mucho para señalar que en el caso de los servicios de inteligencia, si ha habido un gobierno que ha espiado tanto a adversarios como a propios, ese ha sido el de Mauricio Macri. Y para eso no hay que hacer periodismo de investigación: basta sólo con mencionar el caso Gestapo que involucra a la exgobernadora María Eugenia Vidal.
Pero cuando se habla de Argenzuela o del “zuela” que sea, la intención no es afirmar una verdad. Se trata más bien de generar temor en la población, de hacer sentir que las fuerzas progresistas son el mal, el caos, el demonio, despertar el anticomunismo, o el odio a Stalin, Lenin o Maiakovski, aunque se desconozca quiénes fueron. Por cierto que el mundo progresista no está formado por blancas palomas, hay denuncias de corrupción que tienen bases muy sólidas, pero éstas exceden por mucho al mundo progresista.
Por casi treinta años Chile no fue una nación progresista. Sin embargo, si hasta octubre de 2019 había un país estable política y económicamente en América Latina, ése era Chile. Dos años antes, más precisamente para las elecciones presidenciales donde resultó electo por segunda vez Sebastián Piñera, comenzó a hablarse de Chilezuela abiertamente. Y no sólo eso, emigrantes venezolanos hacían campaña por Piñera y le decían a ciudadanos chilenos que ese país tan lindo, tan estable, donde vivían, podía convertirse en el país del que habían huido.

Nada para ofrecer salvo miedo
En 2020, el chileno Álvaro Pezoa, que en 2021 emprendería una frustrada candidatura senatorial por el espacio político ultraderechista de José Antonio Kast, reconoció en una columna en el diario trasandino La Tercera las intenciones en esas elecciones de generar temor en la población con el uso de Chilezuela. Para él, el uso de esta expresión (sic) "intentaba persuadir al electorado de que, si no votaba por su candidatura [la de Piñera], el país se encaminaría rápidamente a experimentar la tragedia políticosocial y económica que está padeciendo hace años la tierra de Bolívar". Sin embargo, agregaba que después del estallido social "se da la paradoja de que Chile parece dirigirse a pasos cada vez más agigantados a un descalabro general gatillado por la izquierda radical".
Perú tampoco se ha quedado atrás de la influencia de Venezuela. A mediados del 2021 llegaron a segunda vuelta dos opciones que en ese momento se vislumbraban como una opción izquierdista (Pedro Castillo) y otra de ultraderecha (Keiko Fujimori). Castillo era un docente rural, que no tenía partido tradicional, pero que sus ideas recordaban a la izquierda previa a la caída del Muro de Berlín; Fujimori, en tanto, era la hija de un expresidente, condenado por delitos de lesa humanidad y corrupción, y ella misma tenía una causa de corrupción. En este contexto y cuando aún no se realizaba la segunda vuelta, el candidato presidencial Rafael Santos, que había obtenido menos del 0,4% de los votos y que representaba al viejo partido de Fujimori padre, dijo que "Castillo] quiere llevar al Perú a ‘Peruzuela’, y los peruanos nos negamos a ser ‘Peruzuela’".
En todos los casos que la derecha (y sus medios) ha acusado de venezolización a los proyectos progresistas ha carecido de proyecto propio: en Argentina en 2014, el PRO era un partido con escasa proyección nacional; en Chile en 2017, la única esperanza presidencial del sector era Piñera, que ya le había ido mal en su primer mandato, y en Perú en 2021, la decadencia y el descrédito de la clase política era total.
En esta fructífera tradición de fantasmas y fake news deben leerse las últimas palabras del periodista Tomás Mosciatti a propósito de Boric, quien —según sus dichos— sugestivamente pondría en peligro la democracia a menos de dos semanas de que chilenas y chilenos protagonizaran una segunda vuelta electoral con participación histórica de un 56% (recordemos que el voto allá es voluntario).

Según Mosciatti, su temeraria afirmación se explicaba en la creciente presencia de organizaciones sociales en la Convención Constituyente y en los contactos que tenía el espacio político del Presidente electo chileno con el peronismo, “especialmente con La Cámpora y con organizaciones de piqueteros". Dijo Mosciatti: "políticamente Juan Domingo Perón se formó en la Italia mussoliniana y, cuando volvió a Argentina, cambió la cultura argentina con un adoctrinamiento en colegios y universidades, que si alguien lo supiera daría vergüenza. Y eso dura hasta el día de hoy. Para decirlo en términos simples, en Argentina es posible que un Presidente sea elegido por votación popular, lo que no es posible es que gobierne sin dirigentes sindicales”. Este periodista teme, en definitiva, que nuestro país se convierta en Argenchile.
Este último ejemplo sirve para ilustrar que terminado el ciclo cubano y el venezolano, la derecha podría continuar su anticomunismo con el antiperonismo. Y es que cuando las ideas se acaban sólo queda ser antiloquesea.