Un presidente entra a un estudio de televisión. Luces, aplausos, gritos. Sonríe. Saluda. Parece tranquilo, despreocupado. Parece que, incluso, lo disfruta. Parece, sí, uno más del elenco estable de este programa, el de mayor rating de la televisión argentina. Un programa de risa fácil y entretenimiento ligero. Lo necesitamos. Es fin de año. La desocupación está en el 18 por ciento. Mitad del país en la pobreza. Negar es vivir. Culo, joda, teta. Gracias, Marcelo. Cualquier cosa que diga o que haga el presidente va a ser un misil. Es la idea. Es la idea de su grupo de consejeros. ¿Por qué habría de preocuparse? La artillería está preparada de antemano. La operación contempla un guión con dos protagonistas, el conductor y el presidente; más un invitado. El show es en vivo pero para eso se inventaron los ensayos. Es un win win para ambos. Porque acá, en el prime time de la tele, nadie pierde. El conductor será amable y dará el pie correspondiente para que el presidente pueda contar los beneficios de un nuevo acuerdo con el FMI de 40 mil millones de dólares. A cambio del préstamo, el gobierno garantizará una reforma previsional, ajuste del gasto público, reestructuración de la ANSES y del PAMI y, sobre todo, una reducción de salarios, entre otras cosas. Para hacer más amigable el paquete de medidas, un funcionario estrella le puso un apodo: blindaje. Los argentinos ya no estaremos solos. Desde el próximo enero estaremos a salvo, protegidos a puro dólar prestado. A cambio del show a medida, el conductor será beneficiado con un chiche nuevo: una radio. En rigor de verdad, un dial, que a los fines prácticos es más difícil que tener una radio, con el edificio y los trabajadores adentro. Porque para tener un lugar en el espacio radiofónico no hay que tener plata. Hay que tener poder. Y como al poder hay que mimarlo, el conductor le va a dar una yapa y le va a entregar a unos de los personajes del show. Así, el presidente se va a sacar de encima algo que le molesta de verdad; algo, alguien, que no lo deja gobernar en paz. Un tipo que se disfraza de presidente, de él mismo, para que el público se ría. El guión dice que antes del brindis final el presidente dirá, con la anuencia del conductor y entonando una voz firme: “Acá hay sólo un presidente, y ese soy yo”. Blindaje adentro, imitador cancelado. Todo listo para triunfar en su primer año de gestión.
Entra entonces nuestro presidente. Risas. Música de película.
—¿Cómo te va, Marcelo? ¿Todo bien?
Risas.
Risas.
10 segundos.
Gritos. Marcelo Tinelli ya no ríe. De un lado, el conductor tiene al imitador estrella Freddy Villarreal, listo para matar a su personaje. Del otro, nuestro presidente que sigue sonriendo.
¡El guión!
Unos rulos veloces atraviesan el plano y desaparecen. La cámara tiembla. Los rulos vuelven con todo el cuerpo de Ernesto Belli, entonces de 22 años —hijo de Pablo Belli, muerto en el copamiento de La Tablada— que alcanza el cuerpo del presidente, se sostiene por segundos de su investidura y le dice: “Libertad a los presos de La Tablada, se están muriendo”.
¿El guión?
Como si fuera un patovica de boliche y no un gigante de pana violeta, el Oso Arturo entra en escena y saca al pibe del cuadro. Tinelli toma la palabra, llama a la calma, explicita el reclamo. De la Rúa improvisa una respuesta. “Es un tema de preocupación general y mía en particular”. Fin del reclamo. El momento tenso no cesa. El conductor retoma el guión. “Queríamos mostrar que el presidente tiene buen sentido del humor”. Por fin, el presidente, dice a qué vino. Pronostica sobre 2001: “Tendremos un año espectacular con este blindaje que es una garantía financiera para que Argentina tenga solidez, para responder a las inversiones, a la tasa de interés, que pueda bajarse, que la gente acceda a la vivienda. Alienta el optimismo al año próximo”.
Es la noche del 21 de diciembre del año 2000. Exactamente 363 días antes del estallido, Fernando De la Rúa está por desintegrarse en vivo y en directo delante de todo el país. El operativo clamor que lo llevó de gira a los programas más vistos en la televisión había tropezado con un pibe de 22 años. La astucia y la tenacidad militante de Belli hacían estrolar el operativo vaselina ideado por Darío Lopérfido para que el acuerdo con el FMI fuera más digerible. Reuniones previas, negociaciones entre Lopérfido, De la Rúa, Tinelli. Todo caerá por el barranco del ridículo en este preciso momento, cuando el presidente empiece a desvariar, confunda el nombre del programa en el que está (y del canal), confunda el nombre de la pareja del conductor y, finalmente, intente ridiculizar a un personaje querido por la audiencia. Le recrimina al dueño del show: “Hacés mal en ponerlo así”. Villarreal, entrenado como buen soldado, asiente y se limita a mirarlo. Seriedad y ubicuidad. Y es ahí cuando se produce el intercambio de personajes. El cruce de espíritus. Como en una película de las hermanas Wachowski, el presidente De la Rúa se transforma en su imitación. Hace de su carne su propia burla. Se convierte en el imitador imitado, el giro triste de un falso bufón. Un adelanto de lo que hará tres meses después, en marzo de 2001 y con la crisis ya encima, cuando convoque al ministro de Economía del gobierno anterior. Un ministro dopado de superpoderes que solo va a acelerar el desastre. De la Rúa, triste bufón en la tevé. En breve, triste menemista en el poder.
Exactamente 363 días antes del estallido, Fernando De la Rúa está por desintegrarse en vivo y en directo delante de todo el país. El operativo clamor que lo llevó de gira a los programas más vistos en la televisión había tropezado con un pibe de 22 años.
Todavía en el plató de Telefé, el presidente naufragará en el fondo de la escenografía. Confundido y acompañado por un reflector mientras busca la salida, choca con las bambalinas hasta encontrar el escape. En un show para que la gente ría, se acaba de anticipar el final de un gobierno, el final de una década, el final de una forma de hacer política. El final de una generación. Otra vez un anticipo.
“Que se acabara la merluza”
Algunos años después de ese episodio, después de los 39 asesinatos del 19 y 20 de diciembre de 2001, después de su renuncia, De la Rúa va a decir que fue víctima de una operación en su contra y que por esa noche con Tinelli su gobierno duró apenas dos años. No sería la primera vez. Raúl Alfonsín, principal rival dentro de la UCR, se lo había echado en cara en 1993 durante un debate en Hora Clave. Con Mariano Grondona como árbitro, se cruzaron fuerte días antes de las elecciones internas que definirían autoridades del partido y candidatos. “Se me descalifica llamándome el candidato del establishment”, protestó el cordobés. El ex presidente soltó una carcajada. “Vos has venido aquí a hacerte la víctima. Hablemos con seriedad. Es que das gracia. La gente se va a reir”.
Parafraseando a un ministro actual, también es cierto el axioma de que con un poco más de plata en el bolsillo, el papelón no molestaba. El acuerdo con el Fondo era, en definitiva, para generar confianza. Esos 40 mil millones de dólares serían utilizados para pagar créditos previos y, con esa voluntad de pago, los inversores externos volverían a fijarse en Argentina. Nada de esto ocurrió.
A favor del presidente, quizá no haya estado tan errado en subrayar la importancia de su papelón en el prime time de una época en la que la televisión construía sentido común y marcaba la agenda del día. A su favor, De la Rúa podría citar el dicho popular “para qué me invitan, si ya saben como me pongo”. De nada parecía servir el novedoso coaching del publicista Ramiro Agulla, amigo de la familia, estrella del marketing de los noventa y autor del spot “Dicen que soy aburrido”. El presidente se mostraba impermeable a los brainstorming y a las estrategias de la imagen.
El presidente se mostraba impermeable a los brainstorming y a las estrategias de la imagen.
Como parte de la gira mediática, previo al paso de comedia en Videomatch, el presidente visitó el programa de Susana Giménez. No olvidar. Es el año 2000 en Argentina. Hay cinco personas que construyen sentido; es decir, realidad. Una realidad, pero realidad al fin. Marcelo Tinelli y Susana Giménez en Telefé. Adrián Suar y MónicayCésar en Canal 13. Héctor Magnetto en el Diario Clarín.
Susana entonces lo tiene en su living. La diva, frugal, sonríe, conquista. No sabe pero sabe. Ella habla por todas. Lo introduce:
—De la Rúa quería venir a mi programa sin discurso político, con el idioma que manejamos las mujeres; porque yo represento ni más ni menos que a una mujer del pueblo.
De la Rúa avanza sobre la pregunta que sobrevuela en el ambiente:
—Quiero decir que no hay crisis porque el presidente de la nación está en funciones. Y yo voy a cumplir hasta el fin el mandato de la gente. El timón está firme.
Y sigue, serio. Susana escucha atenta. Está preparada para intervenir cuando haga falta.
—Se han dado situaciones inéditas, o increíbles—sigue.
Está fresco el escándalo de corrupción. El gobierno le pagó a los senadores de la oposición para que aprobaran una ley de trabajo anti trabajadores.
Susana lo tiene ahí. Se adelanta a la obviedad. Parece decirle “tan frívola no soy”.
—Sí, lo del Senado, lo del vicepresidente…
Es ahora, presidente, ya tiene el pie. ¡El guión!
La interrumpe.
—...por caso quiero decir que se acabara la merluza.
El presidente sostiene la sonrisa. La diva, con seriedad y ubicuidad, apenas dice:
—Ah, sí.
No había pasado ni un año desde su comienzo en la gestión. Y a cada paso minaba su propio camino. Dentro del dispositivo realidad, De la Rúa se descomponía tempranamente; una versión decadente de Max Headroom, ese conductor ficticio y ciberpunk de los años 80 siempre a punto de desaparecer en los límites de la sintonización del tubo.
“No existe el político como categoría humana”
A mediados de 1998, dos años después de convertirse en el primer jefe de gobierno porteño, Fernando de la Rúa decide participar del clásico sketch donde Antonio Gasalla interpreta a una empleada pública. Canal 9. En esta oportunidad, la empleada atiende la mesa de entrada de la Casa Rosada junto a Norma Pons como su compañera González. Todavía falta un año para que empiece la campaña presidencial pero De la Rúa ya se perfila como candidato frente a Graciela Fernández Meijide, su competencia en la interna de la Alianza. Del otro lado ya está definido. La bestia va por la re reelección.
Lo reciben con algarabía. Rápido, Gasalla da el primer pie:
—¿Vino a medirse al sillón ya?
De la Rúa sonríe.
—Vine a ver si habían regado las palmeras—El guión.
El jefe comunal tira el chiste, sostiene la sonrisa.
Gasalla va a fondo.
—¿Va a ser presidente, De la Rúa, usted?
El futuro presidente sigue todo al pie de la letra. Hasta que, premonitorio, raspará el borde del ridículo.
“¿Cuántos serán los políticos en la Argentina? ¿Qué habrá, cinco mil?”, pregunta Gasalla.
—Nunca me gustaron las estadísticas así que no sé.
—Pero esto es una cuenta.
De la Rúa remata:
—Yo soy de una idea; no existe el político como categoría humana.
Gasalla se desespera. Empieza a repiquetear los dedos sobre el teclado. Pide una birome. “Pará que esto yo lo quiero anotar”.
Antes de terminar el sketch de 1998, Gasalla le avisa: “Tenga cuidado cuando entre acá adentro, se le puede caer algo encima”.
El escaso manejo del dramatismo televisivo choca con los números de las encuestas. Sabe que es muy probable que se transforme en presidente. Quizá no lo sorprenda. Es —será— el dirigente de la UCR más ganador en la historia. Le dicen “chupete” porque desde muy joven mostró aptitudes para la rosca y las elecciones. Se dirige inevitablemente al triunfo. Inevitablemente a la tragedia. Asesorado por la agencia de publicidad más exitosa de la década de los 90, con el establishment a su favor y el ministro preferido de Washington como general en su gabinete, bastaron un par de años para que pasara de ser la esperanza nacional a ser el responsable de la peor crisis política del siglo XX.
En su spot más recordado —quizá el único— De la Rúa contraatacó con éxito la principal acusación pública durante la campaña: el aburrimiento. Sus asesores acertaron. A la fiesta menemista, mejor el aburrimiento de un hombre austero. Sostenido entre gurúes del marketing y campeones de la publicidad, De la Rúa terminó demostrando que fue un producto perfecto. Un candidato de plástico viable solo después de 10 años de vaciamiento de sentido de la política. La joven estrella radical —que había compartido cartel con Ricardo Balbín en 1973— era ahora, 27 años después, un hombre sin huesos, un espectro blando que un imitador, un personaje grotesco o una conductora de living podían herir de muerte con un simple silencio.