El Caballo de Troya no era un meme, como lo puede ser cualquiera de los que hoy circulan en las redes, ni era un tweet irónico, ni un chiste reidero sino el ardid que hizo ingresar a la ciudad contra el conocimiento y la voluntad de sus defensas, al pelotón griego que salió por sorpresa desde el interior del caballo para iniciar la devastación.
Así, el propósito de la estratagema no residía en las virtudes del relato ni en la multiplicidad de interpretaciones a que podría dar lugar sino en que los troyanos fueran engañados para destinarlos a la destrucción, sin riesgo de dar lugar a ninguna duda. El Caballo de Troya era el arma letal desencadenante de la derrota y devastación perpetradas por los griegos contra los troyanos.
En esta figura intentamos colegir la relación entre narrativas y confrontación bélica en un sentido diferente de otras más asimilables como lo son las épicas que se disponen ingenuamente para que la calamidad bélica vuelva siempre a suceder, en el modo heroico que suscita el olvido y embellece la calamidad, así sean esperables nuevas guerras.
La recurrencia secular de la guerra es inescindible del olvido, y esto se ha conseguido mediante el género épico estetizante a la vez que sesgado en sus expresiones artísticas en tiempos pretéritos: historia del arte poblada por derramamiento masivo de sangre. Representaciones a posteriori. Esto también cambió con la fotografía y el cine que confirieron vivo y difusión masiva a las representaciones. En tales registros reside una de las formas en que caducó la noción que describía la vida humana como experiencia porque se hizo posible mirar de lejos y sin riesgo aquello que no podía ser objeto de contemplación sino solo de participación, ya sea como cadáver o como sobreviviente.
Ciudadanos del mirar
La posibilidad más reciente es que cada cuerpo disponga de un dispositivo a la vez de registro y de transmisión ilimitada tal como se ha incorporado la novedad (ya no tanto) móvil a la vida de todos los días. Asociada, una noción tecnocrática de la ciudadanía, según la cual tal condición de la politicidad tiene como condición mirar y ser mirado, como tan bien se relató en un capítulo de Black Mirror, o como se dramatizó de modo trágico en el célebre caso del fotógrafo Kevin Carter, ganador de un Premio Pulitzer gracias a la exhibición de la agonía famélica de una niña africana ante la presencia expectante de un buitre.
Lo que se pone en cuestión, si es que se pretende sostener una perspectiva crítica, cosa que parece cada vez menos plausible, es la concomitancia en tiempo y lugar de dos acciones humanas que no están adheridas entre sí y que muchas veces están disociadas. Es solo imaginaria la idea de que actuar y mirar configuren una misma y sola instancia. Lo que en tal caso sucederá es que se habrá de mirar sin actuar, la acción sustituida por la mirada, y sin conciencia del proceso de distanciamiento abismal que así se produce en forma contradictoria con la sensación opuesta de quien se autopercibe en esa situación, creído de que mirar es actuar y que ambas acciones son una y la misma.
El resultado es lo que los grandes poderes requieren de las multitudes: que permanezcan en estado de quietud, en latencia obnubilada e inactiva. No es casual sino sintomático que tan estúpidamente hubiera en estos días profesionales de los medios que difundieran falsas imágenes de la guerra cuyo procedencia resultó ser de videojuegos. Es que nos creemos que es la misma cosa, que la guerra es un videojuego. Pues que no lo es comienza a ser cada vez más difícil de probar, salvo -de nuevo- para participantes in situ. La guerra, regulada por sus propias normas y determinaciones de derrota y de victoria, de engaño y de distracción. La guerra, solo susceptible de arbitraje post facto, a diferencia de las prácticas deportivas, ambas contempladas indiferenciadamente desde el mismo sillón y en las mismas pantallas. Pasamos aquí rápido por este punto que sabemos extenso, dado que no deberíamos omitir al menos de pasada el joystick, indiferenciable entre videojuegos, simuladores y activadores de devastaciones reales.
La guerra en casa
Sirva lo que antecede para sugerir que el principal problema actual de la guerra en tanto exteriorización de la vida en común reside en los efectos que la escena bélica produce en las audiencias, multitudinarias. La situación ucraniana nos ofrece una ocasión singular y novedosa porque ocurre en una localización y con actores que por pésimas razones (racistas, coloniales, supremacistas), además de las genuinas (cercanía por linajes, lenguas, migraciones) nos afecta de manera diferente a otras que continuamente suceden y que se presumen de comprometernos menos (siempre por muy malas razones de entre aquellas que nos hacen descreer de la humanidad).
Protagonistas del mundo geopolítico más cercano a nuestras pertenencias abordan una empresa bélica. Así habría que decirlo en lugar de si empezó este o aquél, si viene de mucho antes o empezó de pronto, todos estos, razonamientos del tipo que el interrogatorio policial formula ante una riña en el vecindario, o docentes en escuelas primarias ante riñas infantiles.
Tanto que habíamos avanzado para desnaturalizar el bullying o las peleas a trompadas en bares entre ebriedades intempestivas, o aun las relaciones internacionales mismas, mediante tratados concordantes, vigencias de derechos humanos… y, a la salida de una pandemia inédita, causante de un estado generalizado de incertidumbre y desgracia, de debilitamiento de las autoridades estatales y descreimiento en las ciencias, es como si una voz, la voz del ángel de la muerte, dijera “ahora van a ver lo que es bueno”.
Esa voz es la voz de la paz armada de las soberanías estatales siempre preparadas para la guerra, para el crimen masivo y la devastación. La nuestra es época de palabras de paz y plexos jurídicos mediadores y punitivos de los crímenes de guerra y de lesa humanidad, de ahí que invadir países es improbable y solo se puede hacer con grandes construcciones justificadoras y legitimadoras basadas en léxicos de derechos humanos y promoción de la democracia. Como sabemos, esos artefactos humanistas son en mayor medida patrimonio de los países que gobiernan el mundo y en menor o ninguna de otros que ocupan posiciones subalternas o rivales.
Entonces: la guerra no es solo lo que alega ella misma, un procedimiento en definitiva legítimo para dirimir litigios. Algo como tirar los dados pero con vidas humanas, bienes y recursos arrojados a un vórtice diabólico, de modo que se obtenga un resultado adoptado luego como veredicto. Ciertamente, es lo que se alega, y el auge en curso de las derechas se atreve ahora sin sonrojarse a reivindicar tales prácticas. No surge este discurso de la nada porque los tiempos modernos no solo no habían logrado nada cercano a la paz perpetua sino que engendraron los mayores horrores de toda la historia humana, y ojalá si también del futuro.
Si la guerra fuera solo un procedimiento legítimo para dirimir litigios sería mucho más fácil de sustituir por otras prácticas menos destructivas y más amigables ¿no? Lo que nos debe inquietar es por qué la guerra es tan imposible de dejar atrás. Explicaciones hay muchas y con razones diversas y concurrentes, muchas plausibles, como las vinculadas con la condición humana, el nihilismo, el malestar en la cultura, el deseo mimético y muchas otras.
Aquí interesa a los fines del presente espacio de interlocución destacar lo siguiente: a la salida de una pandemia disolutora, una conveniente guerra, esta guerra ruso ucraniana desplegada, capaz de producir una conmoción global y llevarnos a un límite inédito o desde hace mucho no concurrido de riesgo apocalíptico: conviene un gran acto de disciplinamiento de multitudes.
Donde hay disciplina hay sujeción, y la sangre, ya sea que fluya con mayor velocidad por afecciones causadas por la violencia simbólica, o que se derrame por la violencia física, sella con su signo de dispendio vital el orden normativo, el orden tal como se instala en los cuerpos y se naturaliza, sin conciencia ni deliberación.
El propósito de la guerra, entonces, en este sentido, depende de la ostensión, ya no épica como en otras épocas, sino constituida por el dolor de los demás (Susan Sontag) o como dice Griselda Pollock: “los extremos del horror se dan en el foco de una intensa cobertura mediática”. Las guerras mediatizadas sirven a los fines de su exhibición masiva. Si al menos hasta la guerra de Vietnam las imágenes del horror tuvieron una potencia emancipatoria, con el premio Pulitzer a la foto de Kevin Carter se marcó el hito del pasaje a la contemplación plena en el goce de la desgracia ajena. La pandemia fue (es todavía en la transición) una inflexión cuyos alcances estamos muy lejos de encontrarnos en condiciones de apreciar, aunque es constatable el estado traumático, de incertidumbre, duelo no consumado y trastorno general que deja a su paso. La guerra, éxtasis del patriarcado, tecnología última de impartición del orden, debe hacernos reflexionar definitivamente sobre las implicaciones ético políticas de las mediatizaciones. Necesitamos resistir al parloteo geopolítico que comenta la pelea como si fuera deportiva, bregar por la paz y por el desarme, deconstruir el patriarcado -corazón de Marte-, problematizar y desnaturalizar las mediatizaciones, luchar por una sensatez convivencial cada vez menos plausible.