La mirada de Horacio González fue adentrándose en un saber que buscó el hueso. El pensamiento crítico dribleaba en su deriva, deslizándose entre los valores más virtuosos: soberanía, solidaridad, creencia colectiva, emancipación.
Qué bien resonaba en su boca las palabras Nación...Patria…¡¡Argentina!! Tal vez su paso obligado por Brasil, país en el que sus artistas musicales componen y dicen la palabra Brasil fluidamente, con orgullo ¡y sin solemnidad! le haya dado ese sotaque- ese swing al pronunciar- que tenía Horacio, cuando hilvanaba pensamientos en voz alta, como no pasa con otres cuando nombran en estrofas y poemas la palabra Argentina (si es que se nombra). Y él lo hacía con una militante sensibilidad, mirando la debilidad para fortalecerla. Y además con una elegancia rioplatense.
Horacio buscaba encontrar el relato —hoy tan denostada palabra— social, literario, poético, y las vertientes culturales de por dónde más podría aparecer ese relato. Por eso pensó desde su puesto de batalla, desde la dirección de la BN, incluir el lenguaje audiovisual donde los cuerpos terminaron de encontrar narrativas que con la palabra solamente, eran un recorte formal del tiempo en el que había sido concebido. Esas propuestas fueron a parar a Internet y algunas propuestas osadas llegaron a la televisión pública.
Para sanear la TV
Él, como muches, sabía de la televisión basura, aunque si tenía que ejercer la ejercía. Como cuando iba al programa de Mauro Viale y como un aikidoka usando la energía del adversario, dejaba siempre bien parada la camiseta del pensamiento, crítico y político. Pero había que proponer algo para sanear la tv. Y entiende con su amigo Piglia la modernidad de Roberto Arlt.
Hacer Los 7 locos, con dos grandes directores cinematográficos, con un elenco sólido y creativo como el que tuvo —del cual orgullosamente formé parte—, interpretando los personajes de ese universo, con idealismos y bajezas, con humor y desesperación y en capítulos, alimentaron un sentido profundo de la vida a la televisión de cada noche. Una tv que acompaña como un pariente más, a las almas inquietas (y hoy depresivas almas) argentinas.
A mí me tocó protagonizar los microprogramas de literatura que también propuso la Biblioteca Nacional, con la dirección de Gabriel Reches y la producción de Alejandro Montalban. El libro perdido, búsqueda de confluencias de relatos. La palabra escrita, el actor, la escena, el documento. La cita era en la BN para salir a la caza de las escenas y de los entrevistados prestigiosos de cada capítulo de El libro perdido.
Algunas sensaciones vividas:
Una aventura excitante hablar de Perlongher con María Moreno, de noche, en la calle Lavalle y recitar, junto a una chica trans de la esquina, el poema "¿Por qué seremos tan hermosas?".
Argenta mañana, saliendo del mercado de Liniers de entre las vacas, para hablar de El matadero de Esteban Echeverría con Josefina Ludmer del origen de la literatura de este…bendito país.
Solazarnos con la gran Liliana Herrero en una orilla evocando a Juan L. Ortíz.
Temerario fue el encuentro con Horacio Verbitsky en los restos de la cárcel de Caseros, como si fuera una escena del duelo de A la hora señalada para hablar de su admirado Rodolfo Walsh del libro Operación masacre y verle los ojos cargados de lágrimas. Encuentro con Washington Cucurto, en su bunker “Eloísa Cartonera” en el corazón boquense, para hablar de Juana Bignozzi y que se aparezca la mismísima y grande Juana Bignozzi para escucharla y admirarla.
Los pichiciegos de Fogwill lo revivió María Pia López, también guionista del ciclo, hablando, mientras volaban sobre nuestras cabezas, conscriptos en un entrenamiento del ejército del Regimiento de Palermo.
Pero atesoro conmigo, más en este momento, el encuentro con Horacio González entre las ruinas de los trenes, para hablar de Scalabrini Ortiz e iluminarnos como las “vías y trenes nos habían encadenado al centro imperial, Inglaterra”.
Cuando Horacio entró en escena, le hice la broma de confundirlo con Scalabrini y él se tentó, pero como un gran actor sorprendido siguió adelante simulando su sonrisa. Después, toda su cálida lucidez.

Para mí Horacio González es un chamán urbano. Y su espíritu se aparecerá siempre. Espíritu amistoso, comprometido, generoso y compañero. Y será evocado en cada copa de vino que bebamos con mi amiga Liliana Herrero, su compañera. Su presencia, vamos a extrañarla. En los auditorios para escucharlo, en las plateas de los teatros y cines —¡que necesarias sus devoluciones!— y por supuesto en las calles, cuando salgamos a reclamar por un mundo más justo, lo vamos a extrañar.
Y la patria… ni hablar.