El recuerdo de la hiperinflación de 1989 es en los 90 el trauma sagazmente administrado para un público que pasó a creer en un evangelismo de la alegría llamado convertibilidad, mientras la política —el arte de lo posible, repetía Menem— se convierte en sucedáneo de la picaresca. Si Alfonsín había elegido las escenografías épicas para revestir sus discursos tan solemnes (desde el obelisco al balcón tramoyero de la Semana Santa) a partir de 1990 triunfa una alianza económica mediática que muere con la despedida del riojano del poder. Una cinta de moebius bien aceitada entre farándula y agentes de bolsa, entre la televisión auto celebratoria y la fiesta empolvada del uno a uno con sede nocturna en la Quinta de Olivos, cuyo epígono más alegórico fue, años más tarde, el expresidente De la Rúa (se obstinó en mantener la farsa de un peso, un dólar), perdiendo el rumbo en el set de Tinelli, a quien ya la política le temía más que al pueblo.
El que no es feliz es porque no aprendió a descifrar las potencias de su tiempo: ese el mensaje del universo idílico menemista. La democracia es como la vida misma, si querés llorar llorá, porque ahora sí vale pena, pero que sea con zapatillas importadas y, cuando te paguen las lágrimas, corré a sumergirte en la fuente posmoderna de los dólares, porque en este país nunca se sabe. Con talento para la farsa podés pegar un protagónico en el set de Mauro Viale, si buscás encarar una campaña legislativa acurrucarte entre las tetas de Moria Casán, y si sos el hombre más pequeño del mundo, el living de Susana Giménez será la recreación del antiguo gabinete de fenómenos bien retribuidos.
Si, lejos de las cámaras de TV, te tocó padecer una discapacidad motora podés hacer de la desgracia un negocito que te mantendrá casi tan pobre como antes pero, al menos, unos meses con el carro del supermercado lleno, mientras la inefable Su lucirá gracias a tu firma un Mercedes Benz importado a tu nombre para evadir impuestos. Como la cantinela es la misma de ahora, ella dirá en la revista Radiolandia 2000 que se siente perseguida y “quiere irse del país”, mientras en primer plano de su rostro ya ultraterreno Cristina Lemercier anuncia “volví de la muerte”; una muerte sobreseída por unos meses, porque se suicidará a fin del mismo año, 1996.
“Una voz en el teléfono”, privatización mediante, pasó a ser la de un trabajador precarizado, que festeja haber creído que Dios existe si se suplica lo suficiente, y cuando atiende el llamado aúlla “¡hola, Susana!”, del mismo modo que si del otro lado estuviera Shavé y el primer mandamiento fuese acertar (premios eran los de los noventa: 100.000 dólares la lotería, y el mérito religioso apostar a la suerte, al menos más auténtico que el esfuerzo calvinista-neoliberal). Entre el canal de la familia en pelotitas y el show de los saludos estelares del canal 9 Libertad, están todos los que cuentan del varieté de la carcajada sacramentada con fecha de vencimiento en 2001, cuando le cortaron la luz por falta de pago al palacio de la risa.
Inolvidable por su vertiginosidad fue, sin lugar a dudas, la pantalla en el año 1991. Caras estelares, muchas hoy de difíciles entramados, en estado prequirúrgico. Figurones todavía moldeados según catálogo de Rubens y peinados como catedrales estalladas: imágenes humanas barrocas que desbordan de fe en el presente, por encima de “las ideologías” (tan pasadas de moda, dirá Mirtha, que estrena lesbianas, gays y travestis entre la vajilla de su mesa) como los discursos de Cavallo en un futuro de primera clase (si quedan unos millones caídos en la pobreza es debido a la razonable cura del cuerpo social enfermo mediante una cartonera expurgación. Normá Plá y sus jubilados tenían que entender que les tocaba la parte del chivo expiatorio). Telefé busca su clientela en los segmentos saludables, como suelen creerse las familias argentinas por el simple hecho de ser familia: Grande pá!...¿recuerdan?, el viudo pícaro con hijes adolescentes (perdón por el inclusivo) rehabilitado a través del amor nacido con su Mary Poppins criolla, María Leal. El conservadurismo de Telefé llega a la trampa de pasar la película Otra historia de amor (el amor acá es entre dos hombres) con un corte en el final, donde los protagonistas que habían roto por la presión social se funden en un abrazo de reconciliación.
Esa purga de Telefé, ¿no expresaba, acaso, el momento histórico en el que todo puede ser exhibido —vean, si no, de Viale a Mirtha, de Grondona a Repetto— incluso el espinoso asunto de la homosexualidad en el ciclo Atreverse, siempre que se trata de una manera misericordiosa? Porque el salto modernizador económico reclama cambios culturales, adhesión a lo que el mundo capitalista ya tiene como sentado. Cuando la Corte Suprema de Justicia, con mayoría confesional, niega en 1991 a la Comunidad Homosexual Argentina su derecho a obtener la personería jurídica, se queda arando en el agua: el puritanismo ya no garpa en la Argentina que se permite participar de la Guerra del Golfo.
¿No tomaron Sus Señorías debida cuenta de que el país, aunque se persiguiese en él arcaicamente a las travestis, era ya destino de estrellas internacionales como Prince o Boy George? ¿Que en el Festival de Cosquín Julio Márbiz inauguraba una gauchesca de topless con portaligas como cortina espectacular para Horacio Guarany?
El país se encaminaba a enterrar en enero de 1992 el Austral como huella del oprobio comunitario, ahí parecía ya no haber grietas. Parecía, digo, porque como en una tragedia griega Pino Solanas, a quien le tocaba el feo papel de profeta de la desgracia que una década más tarde se desataría, fue baleado en las piernas por bocón. Pasaban también esas desdichas entre tanta dicha convertible de libre circulación. Hasta en el paraíso habitan los corderos para el sacrificio. Los jubilados, los nuevos desempleados, los que se obstinan en desmentir la ilusión. Hasta Maradona pudo en 1991 ser sacrificado en el altar de la Alegría Organizada. Cuando fueron a allanar una casa de barrio por violación a la ley de estupefacientes y por denuncias de la DEA —todas las cámaras de televisión del país sabían ya quien había adentro y en qué estado— política y periodismo servil encontraron la mejor forma de seguir la fiesta por otros medios. El árbol de donde emanaba la figura de Maradona bien podía servir para tapar las primeras protestas en el bosque encantado de Menem.