Finalmente, el Mundial de fútbol de Qatar está ahí, al alcance de la mano. Atrás quedaron las modificaciones de calendarios de las ligas de todos los continentes con la retahíla de jugadores lesionados por la altísima exigencia de jugar prácticamente cada cuatro días. Lo importante es el show, y el show está montado a partir de cuantiosas inversiones y oportunidades de negocios en un país extraño a toda tradición futbolística pero desbordante de petrodólares.
La patria periodística se prepara para pasar más de un mes en un país exótico para los de esta parte del mundo. Darán rienda suelta a la pasión por la celeste y blanca y también, por qué no decirlo, por el placer de viajar y conocer. Pero eso no es lo más importante, lo que se avecinan seguramente son hitos de la capacidad de generar vergüenza ajena, en una decadencia profesional que parece no encontrar fondo, al igual que la de buena parte de sus colegas de las distintas secciones especializadas.
Como en los anteriores mundiales, el monopolio lo vamos a pagar en términos de un discurso único y precario. Veamos el Mundial por la señal privada que sea, e incluso por la TV Pública, la productora es la misma. Y el problema no es sólo que por el hecho de haber adquirido los derechos exclusivos se queden con la parte del león, en términos de reventa de los derechos y de recaudación publicitaria, sino que fundamentalmente impone un elenco estable de periodistas consustanciado con la estética de Torneos desde ya hace varias décadas. Esos relatores, comentaristas, productores y cronistas de campo de juego están marcados a fuego por la estética dominante. Triunfalismo, nacionalismo a la violeta, hinchismo periodístico, subjetividad exagerada, tribuneo descarado, denuncias de complots anti argentinos y … si los resultados no acompañan, todo lo contrario.
El club de la pelea
A los programas de espectáculos, devenidos en programas de chimentos de la farándula, y por obra y gracia de la reducción de costos de producción, ahora degradados a programas de discusiones entre integrantes del propio panel, ya prácticamente no les queda nada de lo que solíamos llamar periodismo. Sin embargo, no les impidió colonizar a otros géneros televisivos como algunos programas políticos y muy especialmente a los otrora programas deportivos.
La factoría inagotable de Saborido y Capusotto los parodió genialmente con el sketch Cuatro gordos hablando de fútbol. Programas presuntamente de debate futbolístico donde lo importante es generar polémica donde no la hay. Si la polémica genera gritos, mejor. Si alguien se para y lo frenan un instante previo al pasaje a la violencia física, muchísimo mejor. Por supuesto, el observador atento a las posiciones asumidas por los panelistas, aparentemente libres y fruto de la opinión personal, la mayoría de las veces advierte un evidente juego de roles preestablecidos y no pocas veces se reconocen posturas consistentes con intereses políticos vinculados a los clubes y/o la Nación. ¿Coincidencias ideológicas? Quizá. ¿Campañas pagas? ¿Por qué no?
Los propios protagonistas no se refieren a lo que hacen como una tarea periodística sino de entretenimiento. Es un show del cual supuestamente el público disfruta por la vehemencia de las posiciones, con esa premisa los productores diseñan una suerte de hoja de ruta de los temas a tratar, que ni siquiera da para llamarlo guion, y se promueve la pseudo participación de la teleaudiencia con encuestas que perfectamente pueden estar amañadas ya que carecen de una metodología que le de confiabilidad a los resultados.
Lo que debería formar parte de una antología discursiva de la proyección psicológica es la sistemática atribución de actitudes a otros que en realidad forman parte del comportamiento cotidiano de los denunciantes. “No podemos analizar todo según el resultado”, “No se puede hacer de todo un Boca – River”, “No opinemos con la camiseta puesta (o no la camisetiémos)”, y así de seguido.
Para adular en la victoria o para revolver el cuchillo en la herida de la derrota, no menos del noventa por ciento del tiempo de estos programas está dedicado a debatir sobre Boca y River, claramente los dos gigantes del fútbol nacional, pero que no agotan ni mucho menos la actualidad deportiva.
Párrafo aparte para la campaña contraria a la dirigencia actual del club de la Ribera que hace tres años desplazó de la conducción por seis mandatos consecutivos al macrismo. No se le escapa a nadie que buena parte del elenco de la derecha partidaria y judicial tuvo en Boca Juniors a su plataforma de lanzamiento a otros destinos más ambiciosos. Juan Román Riquelme, actual vicepresidente y máximo ídolo xeneize, está en la mira de la mayoría de estos programas y de sus periodistas. Es el principal obstáculo para el retorno macrista a su “territorio”, por lo cual es presentado como poco menos que un enemigo de la institución que dirige; maltrata a los jugadores, manipula a los directores técnicos, les da trabajo a sus amigos y le cierra la puerta a los que nunca lo fueron. Es decir, una especie de déspota diabólico que dice querer a Boca, pero en realidad a lo único que ama es a sí mismo. Es el momento de aclarar que cualquier coincidencia o analogía que se pueda establecer con la principal figura de la política nacional es mera casualidad. Todavía no le han inventado causas de corrupción, pero tiempo al tiempo, a fines de 2023 igual que en el país hay elecciones presidenciales en Boca Juniors.
El mayoritario sentimiento anti resultadista que se exhibe en estos programas exhuma viejos debates futboleros que allá por los ´80s y ´90s dividían al país entre menottistas y bilardistas, pero de una manera paradojal: extremando las posiciones, se puede decir que el progresismo ideológico adhirió a un presunto lirismo postulado por el Flaco y el pensamiento más conservador se identificó con la consecución de triunfos como objetivo excluyente enarbolado por el Narigón. Hoy la relativización de los resultados vuelve en modo funcional al negocio. Los conductores o algunos de los panelistas que ofician como delegados de la producción y custodios de la línea editorial, muy a menudo se ven obligados a llamar al orden a quien se extravía al expresar frases del tipo: “Los resultados no se discuten”, “El Campeón es siempre el mejor”. En esos casos la réplica no se hace esperar: “Este es un programa de debate, si no se puede discutir, mejor vámonos”, sobre todo si el minuto a minuto refleja buenos números. Otra vez el omnipresente resultado… publicitario.
La selección es otra cosa
Llegó el Mundial y con él la doble vara. El espíritu crítico sede su lugar al triunfalismo. La pretendida objetividad es reemplazada por el hinchismo. Los fallos arbitrales dejan de ser considerados frutos del error o la falibilidad de los seres humanos, para formar parte de un relato conspiranoico.

El público televisivo de los Mundiales de fútbol es francamente muy maltratado. Su inteligencia, su conocimiento del juego, son bastardeados en aras de la pasión. Por supuesto que ese nacionalismo sin límites que exhibe la inmensa mayoría de los profesionales del micrófono otra vez es funcional a la medición de audiencia y la recaudación publicitaria. Además, la permanencia y el avance mundialista de la Selección redunda en mayor capacidad recaudatoria e incluso, a nivel individual, en acumulación de viáticos.
Cierto es que el público de los mundiales no es el mismo del fútbol de todos los fines de semana. Es un contingente mucho más amplio, incluso ajeno al más popular de los deportes. Pero esa realidad estadística no justifica que se diga cualquier cosa ni que se sugiera cualquier otra.
Una muestra cabal de esto es la actuación del relator principal de la TV Pública durante el Mundial 2014 disputado en Brasil, cuando en ocasión de la recordada goleada por 7 a 1 que le propinara la representación alemana al seleccionado local, el actual entrenador de un equipo de la Liga Profesional se la pasó burlándose de los jugadores de la canarinha a medida que llegaban los goles teutones. Ya es un problema que se apele a un recurso tan elemental para empatizar con el público, pero si además se toma por asalto la pantalla del canal público, no logra otra cosa que desbaratar los esfuerzos que hace la emisora estatal, por ejemplo, por incorporar a periodistas mujeres a las transmisiones deportivas.
Es muy curioso como la promocionada rivalidad con Brasil es presentada como pura del fútbol, sin contaminaciones políticas. En el reverso, se hacen esfuerzos a veces explícitos para negar toda enemistad futbolística con Inglaterra, porque no se debe mezclar la política con el deporte.
El sentido común que la inmensa mayoría de los periodistas deportivos desparraman en cada afirmación aparentemente desprovista de valoraciones políticas, es reaccionario, liberal y antinacional. El trato cercano y hasta amistoso con jugadores locales que luego se convierten en millonarios conforme evolucionan sus carreras europeas, hacen que los cronistas muy humildes de origen se confundan cual Zelig sobre sus lugares en la escala social. Si en general los periodistas que alcanzan alguna notoriedad en los medios audiovisuales dejan de auto percibirse como trabajadores, en el caso de quienes se dedican a las coberturas de la actualidad deportiva su imaginario los ubica como uno de los engranajes fundamentales de lo que algunos presuntuosa y acríticamente llaman la industria del fútbol.
La estética Torneos ha colonizado culturalmente la imagen del fútbol en la Argentina, no solo por la cuestión de los contratos sobre los derechos exclusivos de transmisión, sino que también materialmente esa lógica se impone al quedarse a cargo de la producción y la conformación de los planteles periodísticos, al menos en lo que hace a los principales roles.
Por lo demás, nos preparamos para presenciar ante cada falta reclamada por un jugador argentino al relator de turno oficiando de abogado defensor, o ante cada fallo arbitral favorable al equipo adversario, el relator convertido en fiscal acusador de confabulaciones insondables.
Horas y horas de debate televisivo en donde se dará rienda suelta al panelismo. Por el término de un mes consumiremos avisos publicitarios de cervezas, bebidas gaseosas, televisores, naftas entre otros productos consustanciados con la causa nacional. Desmintiendo aquello de que el capital no tiene bandera, en ocasiones como esta pareciera que sí…
Millones de argentinos y argentinas volverán a sus preocupaciones habituales tras treinta días -o lo que dure la participación de nuestra Selección- de futbolización de la vida social. Mientras un sector multitudinario, aunque menor en número al público mundialista, volverá a sufrir y a gozar con sus colores de toda la vida a sabiendas de que el fútbol es la cuestión más importante de las menos importantes. Y los periodistas deportivos que supimos conseguir descuartizarán a eventuales derrotados en el Mundial o, por el contrario, erigirán monumentos a quienes en una de esas les toca conocer las mieles del éxito.