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28 oct 2021

por Domin Choi

Ilustración: Mechi Ruggiero

Juego de espejos

La deuda y el capital financiero como juego

El juego del calamar (2021), la miniserie coreana, escrita y dirigida por Hwang Dong-hyuk y producida por Netflix, ha tenido un éxito planetario. Un fenómeno semejante 20 años atrás era inimaginable: las reglas del juego en el mundo parecen haber cambiado.

Para jugar el juego del calamar que da título a la serie se necesita una superficie de tierra, una piedra y niñxs. Un descampado y niños descalzos es lo que vemos en las primeras escenas, en un juego precario para una sociedad pobre. Un equipo ataca y el otro defiende, algo muy propio de la historia de Corea. El juego del calamar funciona como metáfora de su situación histórica y geopolítica, de la cultura de la competencia y de la colaboración colectiva. 

La serie trabaja sobre contrastes: colores saturados y escenografía de guardería infantil como contrapunto de la situación extrema de los participantes. Además, como en buena parte del cine coreano, maneja un espectro de amplio registro genérico: va del melodrama sentimental al horror y del horror a la comedia. El contraste más fuerte es que los juegos de infancia se volvieron serios: son de vida o muerte.

A principios de la década del 60, después de la Guerra de Corea (1950-53) -que fue una puesta en escena caliente de la Guerra Fría-, Corea del Sur era unos de los países más atrasados del planeta. En el año 1961, cuando el general Park Chung-hee asume como presidente luego de un golpe de estado se da cuenta de que lo único de que dispone son recursos humanos y que para desarrollar un pequeño país rodeado de grandes potencias (Japón, China y la entonces URSS) tiene que fomentar una cultura de la competencia que pusiera el foco en la educación y en el desarrollo tecnológico. Rápidamente, a través del plan quinquenal impuesto por el estado y que favorecía a los grandes conglomerados (Chaebols), Corea del Sur pudo convertirse en uno de los 4 tigres asiáticos. Se debe recordar que el desarrollo del capitalismo en Corea del sur fue inseparable del autoritarismo político que nunca fomentó la libre empresa y que impuso desde el principio el proteccionismo y el control de divisas.

El costo de ganar

Esa cultura de la competencia que permitió el desarrollo fabuloso de Corea ahora se presenta como un problema: el país tiene hoy el segundo índice mayor de suicidio infantil, por ejemplo. Además del desarrollo tecnológico, a partir de la década del 90 la industria del entretenimiento comenzó a tener relevancia en la economía coreana y las productoras con sus estrellas empezaron incluso a cotizar en bolsa, como ocurrió con el k-pop. Pero hay una paradoja en esa expansión cultural que podemos advertir en películas como la premiada Parasite, que desde hace unos meses Netflix incluye en su catálogo, o en series como, precisamente, El juego del calamar. Si el film de Bong Joon-hoo trataba el problema de la desigualdad, es decir, un problema de antagonismo de clase, la serie profundiza este tema a partir de la cuestión de la deuda y la especulación financiera. En la serie, ese antagonismo se da primero entre los endeudados en una competencia brutal. Tal vez, una de las virtudes de la serie consista en que al final no oculta nada, el misterio de la riqueza resulta banal y los endeudados se convierten en escoria sin más, en seres prescindibles para la diversión de los ricos. Es esta transparencia sin rodeos lo que hace que sea en extremo difícil hacer una crítica de la ideología.

       La serie muestra una actividad clandestina llevada a cabo por una misteriosa organización cuyos miembros enmascarados van revelando sus secretos progresivamente. Esta organización recluta a personas endeudadas para que compitan en juegos en los que arriesgan sus vidas. En la serie no es difícil detectar una diversidad de referencias culturales: elementos surrealistas de David Lynch, Relatividad de M.C. Escher, El grito de Edvard. Munch, El imperio de las luces de René Magritte, el mundo de las máscaras de Ojos bien cerrados de Stanley Kubrick, o de la serie La casa de papel,  el Darth Vader de Star Wars, la nostalgia de la infancia y la nieve de El ciudadano de Orson Welles o El seminario VI de Jacques Lacan, entre muchas otras. También la crítica se ha encargado de señalar las similitudes con películas como Battle Royal, Liar Game o Los juegos del hambre y, así, la enmarcan en una suerte de género: las aventuras de un grupos de personas en un juego mortal. La serie aparece como una recodificación del pasado cultural, una operatoria que podemos denominar pastiche posmoderno. 

Además de esas remisiones, me interesa comparar la serie con el film El salario del miedo (1953), un clásico dirigido por el francés Henri-George Clouzot. La película sucede en un lugar indeterminado y miserable de Centroamérica y los personajes principales proceden de distintos lugares de Europa, son refugiados o fugitivos. Una petrolera les propone trasladar nitroglicerina en camiones y les promete una suma cuantiosa por el trabajo que les permitiría abandonar el lugar: 4000 dólares. Entonces, cuatro personajes aceptan trasladar esa carga mortal. Durante el film,  se produce entre dos camiones una especie de competencia. El suspenso se crea con los camiones, la carga y los caminos maltrechos que funcionan como obstáculos. Finalmente, solo uno llega a destino y obtiene el botín. El final es irónico y pesimista, el personaje de Yves Montand, que ha sobrevivido a los obstáculos, va jugando por la carretera y cae al precipicio y muere.

Podría decirse que El juego del calamar tiene una estructura similar a la del film de Clouzot: una serie de personajes que están endeudados son reclutados para competir en un juego a muerte por un botín de dinero (unos 38 millones de dólares) y al final todos mueren, salvo uno. Los personajes principales tienen en común que deben mucho dinero. Y acá es importante recordar que Corea del sur tiene uno de los índices más altos de endeudamiento per cápita de Asia por, entre otras razones, el alto valor de las viviendas y los costos de la educación. Una familia de clase media tiene que destinar un 60% de sus ingresos para la educación de sus hijos.

Corea del sur tiene uno de los índices más altos de endeudamiento per cápita de Asia por, entre otras razones, el alto valor de las viviendas y los costos de la educación. Una familia de clase media tiene que destinar un 60% de sus ingresos para la educación de sus hijos.

Lo que tienen de común la serie y la película es que los personajes arriesgan la vida por dinero. Por su parte, la diferencia consiste en que mientras que en el Salario del miedo la actividad es un trabajo con obstáculos presentados por la geografía y sirve al desarrollo industrial, y entonces las muertes tienen una finalidad y están “justificadas” por el progreso, en El juego del calamar la actividad se ha convertido en juego y el juego se ha convertido en algo serio que implica la muerte.

El juego innombrable

Hacia el final de la serie aparecen unos personajes con máscaras: son los espectadores, millonarios extranjeros que financian este espectáculo. Aunque están enmascarados no ocultan nada, son unos vulgares millonarios que se divierten viendo cómo se matan los pobres endeudados y desesperados. Pero los ricos no solamente son sádicos, perversos y crueles, lo cual sería un clisé. La gran revelación final de la serie consiste en apuntar a otra cuestión: el aburrimiento. El viejito, que ha construido su riqueza con la usura, en su lecho de muerte le confiesa al ganador del juego que la razón última por la que se involucró en todo esto es el aburrimiento: Hay que señalar que la serie no es pesimista, ya que el viejo finalmente pierde su apuesta sobre la humanidad.

A fines de la década del 60, Oskar Morgenstein, uno de los creadores de la teoría del juego, señaló que los fenómenos sociales difieren de los fenómenos físicos en tanto que “los hombres actúan a veces unos contra otros, a veces cooperando entre ellos; tienen distintos grados de información uno acerca de otro y sus aspiraciones le conducen a contender o cooperar. La naturaleza inanimada no muestra ningunos de estos rasgos. Los átomos, las moléculas y estrellas pueden coagularse, chocar y explotar, pero no luchan entre sí ni colaboran.”

De estas diferencias concluía que las distintas esferas de la vida social se podían analizar con categorías de la teoría del juego: la política, la economía, el marketing, la guerra, el proceso judicial, etc. Conceptos como “utilidad”, “información”, “comportamiento óptimo”, “estrategia”, “pago”, “equilibrio” o “regateo” pueden aplicarse a distintas esferas de las actividades sociales. Lo que no se podía advertir todavía era que la política, la economía, la guerra, el proceso judicial se iban a convertir en una especie de juego y espectáculo por la importancia cada vez más creciente de los medios de comunicación en la vida humana.

Hoy el trabajo, la política y sobre todo la economía se parecen cada vez más a un juego, los límites se difuminan. Por otro lado, los juegos, sobre todo los deportes, se vuelven cada vez más serios. Esas inversiones caracterizan la contemporaneidad. El juego del calamar participa de esta situación en la que la actividad del hombre se separa de la instancia de la producción y se convierte en un juego. Podríamos decir que la serie pertenece así plenamente al posmodernismo cultural, a la etapa de la primacía del capital financiero, en un momento de globalización mediática con la nueva tecnología de la información y control social. Vivimos en una etapa en que las instituciones y las distintas esferas (política, economía, sistema legal) se convierten en juego y los juegos no cesan de volverse serios; cuando sucede eso los juegos dejan de ser juegos y se vuelven algo innombrable y monstruoso.