En una manifestación de protesta contra el distanciamiento social obligatorio dispuesto por el gobierno ante la pandemia de covid en 2020, un pequeño grupo de manifestantes exponía sus razones ante la televisión en vivo. Pero, al expresarlas, advirtieron que se oponían a lo mismo con ideas muy distintas. Se armó una discusión frente a las cámaras sobre si detrás de la pandemia, orquestando un plan, estaba la CIA o los chinos o el amorío de Cristina Fernández de Kirchner con Vladimir Putin o la acidificación de los cuerpos, ya no recuerdo. El asunto es que cada cual sostenía su versión. La intensidad del intercambio escaló y en un momento uno, para argumentar y hacer fuerza en pos de su creencia, le gritó al otro que lo que sostenía ¡¡estaba en YouTube!!
No es mi intención burlarme de esta persona. Es más, calculo que si le preguntamos en abstracto: “¿Creés que algo, por estar en YouTube, se demuestra cierto?”, no sería tan zonzo. Me interesa observar que, en el fragor de una discusión, que algo esté en YouTube vale como espontáneo índice de realidad de algo. En cada época varían –con los regímenes prácticos de existencia– los procedimientos o instancias que detentan una capacidad de verificación efectiva. Recuerdo de hecho, en el filo del cambio de siglo –hace una eternidad–, discutir con un licenciado en Letras, no sé bien sobre qué, y que a modo de argumento, para demostrar la veracidad de su versión, también en un cierto estado de crispación, afirmara: “¡Pero lo leí!”. No importaba tanto dónde lo había leído, ni quién lo había escrito. O sí importaba, pero el solo hecho de haberlo leído, de que estuviera escrito e impreso, ya lo dotaba de veracidad. Es que la imprenta era técnica nodal de un paradigma de verdad. Una verdad que se fijaba y reproducía en serie, de forma masiva, estandarizada y sólida, duradera, firme. Y también ilustrada, en el sentido de que aprender a leer era –es– un largo trabajo de incorporación del código (entonces, si está escrito, no es cualquiera…).
La imprenta moderna –a partir del siglo XV– masificó la lectoescritura en detrimento de la oralidad (son célebres al respecto los análisis de Walter Benjamin y de Marshall McLuhan, por ejemplo). Masificado, el libro arma una escena de lectura paciente y solitaria, y contribuye a forjar la interioridad del yo individual moderno. Además, lo impreso es algo objetivo, en el sentido de que el ente que afirma es un objeto. No tiene que haber alguien ahí, acá, presente, diciendo. Está escrito; lo leí.
La imprenta fue una tecnología clave en el movimiento subjetivo que produjo la reforma protestante del siglo XVI (cada cual su libro en su casa). Pero es recién en el siglo XIX cuando, dice Paul Virilio, nace la prensa moderna: cuando se inventa también el telégrafo, con el que comienza una revolución comunicacional (ulterior mas enlazada con la revolución en los transportes, en la movilidad del cuerpo). Los periódicos ya no solo son algo objetivo, externo, repetido en serie, sino que, además, pueden aparecer simultáneamente en todos los puntos del territorio nacional. Esta inmediatez de los periódicos generaba, como vimos, una subjetividad arraigada más en una temporalidad –exterior, abstracta, simultánea– que en un lugar. Pero además, sostiene Virilio, con la prensa moderna comienza a llegar la palabra de los medios antes que la cosa. Y, si después resulta que la cosa no coincide con lo afirmado por la palabra mediática, es porque la cosa no cumple, falla. Se equivoca la cosa sin dañar la infalibilidad de la palabra mediática heredada, según Virilio, de la vieja infalibilidad papal.
Nosotras y nosotros, en nuestra actualidad, vemos por doquier desmentidas a la palabra mediática que no importan, que no logran portar efectos; desmentidas no efectivas. Alguien, por ejemplo una institución o grupo, recibe acusaciones espantosas que después se prueba que eran falsas, pero es infrecuente que la desmentida alcance la escala del ataque. Porque la desmentida –de la cosa sobre la representación falsa– tiene valor terrenal, valor de cuerpo, ninguneado de facto por la palabra divina de los medios y la luz celestial de las pantallas.
La palabra mediática, la imagen mediática gozan de un poder de verdad, de un halo de verdad tal que, si luego su contenido es refutado, esa refutación no terminará de acontecer, al menos no en la mediósfera, en la que los medios, herederos de la sacralidad, detentan una –presunta– primacía ontológica respecto de las cosas.
Así hablaba el gran escritor austríaco Stefan Zweig en 1927: “El histórico año de 1837, en cuyo transcurso el telégrafo permite la simultaneidad de la hasta entonces aislada experiencia humana […] no hay en la historia moderna una fecha de mayor trascendencia psicológica que esa renovación del valor del tiempo. El mundo ha cambiado desde que resulta posible saber simultáneamente en París lo que acontece en Amberes, Moscú, Nápoles y Lisboa en el mismo minuto”.
Y fue en las últimas décadas del siglo XIX cuando Friedrich Nietzsche declaró que Dios había muerto. No es descabellado pensar que, entre los vectores que causaron esa muerte, está la revolución del telégrafo. Porque Dios no solo murió en manos de una libertad de los hombres, que ya no tienen nada por encima de ellos, sino que murió, también, porque pasó a haber otra instancia supraterrena, otra esfera abstracta e incorpórea presuntamente superior a los bípedos comunes.
Se les cree a los medios, al dispositivo mediático, porque la verdad no está en los cuerpos; al cuerpo le ha sido enajenada la verdad. Múltiples dispositivos de la historia despojaron a la experiencia –concreta, viviente– de la potestad de instaurar, fundar, crear verdad; de ser instancia de verificación. Incluido, según Giorgio Agamben, la ciencia moderna, por más que haya surgido también de un movimiento humanista contra el oscurantismo teológico medieval. Así lo dice en Infancia e historia: “La ciencia moderna nace de una desconfianza sin precedentes en relación a la experiencia tal como era tradicionalmente entendida […]. La certificación científica de la experiencia que se efectúa en el experimento –que permite deducir las impresiones sensibles con la exactitud de determinaciones cuantitativas y por ende prever impresiones futuras– responde a esta pérdida de certeza que desplaza la experiencia lo más afuera posible del hombre: a los instrumentos y a los números”.
La potestad sobre la verdad es asimismo enajenada económicamente cuando, en el proceso de producción, el que decide el nombre y el valor de un producto deja de ser su productor y pasa a ser, desde fuera del proceso de trabajo-creación, el capitalista. El cuerpo crea, pero no decide el nombre y el valor (porque su creación no es suya): la verdad oficial del trabajo y su producto se establece en otra parte.
Debord insiste en que el Espectáculo seculariza la divinidad; acerca lo divino y lo sagrado. En el Espectáculo, las imágenes de bienestar en plenitud, de sonrisa perfecta, de trascendencia nos rodean por doquier. Por eso a los ídolos del cine y de la televisión se los llamó estrellas. Encarnan la bajada a tierra de la superioridad que adoramos. El Espectáculo es un gran acercamiento histórico de lo mediato que, así, envuelve la vida mucho más hondamente. Llegamos incluso casi a vivir en sus paisajes resplandecientes –pero no…–. Jamás tan cerca arremetió lo lejos. Los ídolos pasan a estar acá, mucho más cerca, pero no terminan de compartir nuestra naturaleza. Detentan, incluso, una presunta superioridad ontológica: lo más verdadero, lo más bello, lo más bueno, lo más intenso y pleno. ¿Cómo no vamos a darle crédito a lo que se digan y muestren desde su cielo?
El Espectáculo acerca y también multiplica los ídolos; le ofrece al deseo una multiplicación de objetos. Saturado credo el espectacular. Es que ofrecerle objetos al deseo y encauzarlo, cautivarlo, resultó más efectivo para el capitalismo que reprimirlo y aplacarlo. El deseo se repleta de objetos, de formas modélicas, y por eso la patria actual de la imagen, de la codificación imaginal de la vida, es la publicidad –y los sujetos estamos menos reprimidos que excitados y deprimidos (en un binomio solo aparentemente paradojal que Mark Fisher caracteriza como “hedonia depresiva”).
Pero el Espectáculo es en sí mismo una publicidad. La mediósfera publicita el estrés de las noticias, la simplificación de lo real, la plenitud despótica de la vida apantallada. Todos nuestros cuerpos son defectuosos ante la imagen, según la imagen. Nuestros presentes son viejos, secundarios. Y cuanto más depreciados estamos efectiva (subjetivamente), más fe a priori le otorgamos al brillo mediato: lo que diga, lo que sea, tiene valor.
En la publicidad, hasta los defectos son perfectos. Todos sabemos que la publicidad miente. Nadie le cree del todo –pero todos le creemos algo–. Sale por ejemplo el enésimo nuevo jabón para lavar la ropa y este sí, nos dicen, la deja bien blanca. Cada nuevo producto o servicio nos promete ser lo requerido –¡este sí!– para la felicidad, ¿pero entonces los anteriores no eran suficientes? “Cada nueva mentira publicitaria confiesa la mentira de la anterior”, apunta Debord. Igual creemos.
Una vez, la industria de la publicidad le dio una especie de premio (Clio) honorario al comediante Jerry Seinfeld. Seinfeld subió a agradecer y dijo: “Estoy feliz de estar acá… A mí me encanta la publicidad porque me encanta mentir. Ya sé que es mentira lo que promete el comercial. Ya sé que la realidad, después, cuando tengo lo que compré, es una porquería, pero agradezco que me haga ser feliz mientras lo miro. Esos treinta segundos soy feliz”.
La publicidad compensa su venta de paraíso irreal con una transparencia: mienten, sí, pero sus mentiras resultan deseables, atrayentes, cautivantes. Sus versos ofrecen un breve lapso de perfección. Es una transacción en la que se acepta la mentira a cambio de treinta segundos de excitación que –hete aquí– no valen solo como medio para otra cosa sino que son la realización misma del goce. Allí la conquista publicitaria: aceptando que miente, consigue crédito.
Es difícil no dar crédito –no creer– a un goce que se nos ofrece. Más cuando ese goce se ofrece en un continuo. Porque los medios ya no son solo la palabra que “llega antes” que la cosa, como describía Paul Virilio. Con la mediósfera consolidada como ambiente existencial (un dispositivo de dispositivos, como el Estado-nación era institución de instituciones), ya no es que llegan antes, porque están todo el tiempo. Cada vez que pasa algo, los medios ya estaban hablando de eso. Lo estaban esperando listos, preparados. Ya estaban emitiendo los medios, que todo lo codifican y presentan desde su inercia perenne.
Nunca nunca se silencian los medios. Si no son omnipresentes (¿o sí?), sí son “omnicrónicos”; alguien que viene al mundo encuentra los medios emitiendo constantemente desde siempre y para siempre. Tienen la función de introducir una forma de lo eterno; una forma: el simulacro de lo eterno. Esa seudoeternidad refuerza su poder frente a la finitud de les vivientes. Su poder, también, en materia de creencias. Solo es concebible que los medios se silencien en caso de apocalipsis (“es más fácil imaginar el fin del mundo que el silenciamiento mediático”, parafraseando a F. Jameson no sin cierta jocosidad). Su misión es ofrecer un mientras tanto, el mientras tanto de la Actualidad: externo, ajeno e impuesto, aunque gestionable, interactivo y que solicita sin cesar nuestra producción de contenidos.
Los funcionarios mediáticos, periodistas, animadores, influencers, los mediócratas nunca se callan; son paladines del continuo. Entregan su cuerpo como vehículo del paisaje de la Actualidad; son agentes activos de la degradación –implícita pero efectiva– del presente de los cuerpos comunes.
Ese decir constante de los medios a veces transporta cosas que más o menos tienen alguna entidad real de cosa. Pero a veces no. A veces no transmiten cosas sino su pura gestualidad aparata (“aparata” en sentido flusseriano, es decir, preprogramada por el dispositivo). La mecánica de gravedad o crispación o alarma o sonrisa mascarada aun cuando no hay nada. Por ejemplo, es muy común en el periodismo deportivo: gestualidad vacía, más bien como un tic; la pura inercia de emitir.
Se dificulta distinguir entre ambas, cuándo hay cosa y cuándo no. No es que sea imposible, pero es tal la fuerza del dispositivo que, aun cuando transporte algo de verdad, es un caramelo que en principio viene totalmente envasado, rotulado y saborizado por el dispositivo que está siempre diciendo (mostrando, in-formando, propagando) cosas, o seudocosas. Cosas que provienen de algún lado, que se dijeron, que se escucharon…, aunque nunca termina de quedar claro dónde. Vienen de alguna instancia que se nos escapa.
La imagen proverbial del periodista o conductor televisivo interrumpiendo la escena –“a ver a ver, si me disculpan, un instante nada más”– para tocarse la oreja, en realidad apretando el auricular para que penetre más adentro de su orificio auditivo (auricular pequeño, tirando a invisible, corporeidad mínima), mientras anuncia que una nueva verdad le ha bajado, no es, en este sentido, tan heterogénea a cualquiera posteando en redes algo que parece, le dijeron, entendió, leyó o “se le ocurrió” inspirado por el ambiente (como si el ambiente permitiera simple espontaneidad). Les baja como si los medios fueran médiums de la verdad. Una verdad flotante, invisible, que solo los ungidos de alguna sacralidad pueden bajar para volverla noticia explicándola a los mortales –los comunes que, sin ellos, los explicadores, ¿cómo habríamos de vincularnos con el mundo?–. Los explicadores son médiums de la verdad; y la palabra y la imagen mediática, un tipo de verdad formal en sí misma.
La verdad existe: es un sentimiento maravilloso, a veces; otras, triste. Esto no significa que la sea solo un sentimiento; significa que, si no se inscribe en un plano sensible, es estéril y no efectiva para la subjetividad. Y que hay mentiras que pueden vivirse como verdades y tener efectos: mentiras que funcionan como verdad. Son verdad en su ser efectivo. La Tierra no es plana, pero efectivamente fue plana durante miles de años. No era mentira, ni siquiera falso: era la verdad de esa humanidad (como observó Marx, la humanidad solo se plantea los problemas que puede resolver).
Cuando comenzó la pandemia, circuló un video que mostraba una estación de peaje china. Un auto se detenía para pagar, pero había además un control policial vinculado con las restricciones de desplazamiento por la pandemia. El video no era del todo claro para quienes no hablamos mandarín, pero parecía que, tras un comienzo amable, las fuerzas del orden descubrían que el tipo no tenía permiso para estar allí o, incluso, que portaba el virus en su cuerpo. Entonces lo hacían bajar y, con un palo para mantener la distancia que tenía una red en la punta, le embolsaban la cabeza y así, sujeto como fiera, lo metían a la fuerza en un celular (digo, en un vehículo policial). Después circuló la versión de que el video era falso, o sea, que era una simulación o un ensayo o… No quedó nunca claro. Si el video es una simulación, entonces la escena es concebible, es imaginable, es verosímil: es verdadero en tanto que simulación; es una simulación verdadera. Como muestra el historiador Carlo Ginzburg en El queso y los gusanos, la mentira delinea el horizonte de verosimilitud de una época.
Debord decía que, en la sociedad del espectáculo, lo verdadero es un momento de lo falso. Creo que podemos plantearlo a la inversa: lo falso es un momento de lo verdadero, en el sentido de que la descomunal multiplicación de falsedades es –parte de– la verdad de nuestra época. Solo que cada verdad tiene sus efectos; cada verdad reproduce su mundo, el paisaje que habita. Las cosas que hacemos y decimos, a las que nuestra percepción les da crédito, van constituyendo nuestra verdad.
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