medios, internet y política

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02 nov 2021

por Esteban Rodríguez Alzueta

Ilustración: Santiago Quintero

Juego de espejos

La onda expansiva del odio

Un chico atado a un poste por los vecinos, su imagen que se reproduce al infinito en computadoras, TVs y teléfonos. Una historia del odio para comprender la máquina de justicia emocional que activan vecinos y medios en sincronía vigilante.

Hace unos días, vecinos de José C. Paz atraparon a un joven de 17 años que intentó robar un kiosco, lo golpearon, desnudaron y ataron a un poste. No es la primera vez que sucede este tipo de hechos en la gran ciudad. Los vecinos lo escupieron, insultaron y le tomaron fotos que después subieron a las redes sociales. La golpiza se completaba con la humillación. Una humillación que involucró a casi todo el vecindario, y se extendió con la propalación de las imágenes por las redes, que después levantaron los medios nacionales.   

Si no hay gatillo policial habrá linchamiento vecinal. El telón de fondo es la fragmentación social y el prudencialismo, es decir, el deterioro de las pautas comunitarias que normaban la vida cotidiana de relación entre las distintas generaciones, y la cultura de la prevención que moviliza energías anímicas, prejuicios y clisés, y constituye el sustrato de una alianza epocal entre policías y vecinos, entre determinadas maneras que tienen los vecinos de estar en el barrio y determinadas formas de ejercer la función policial. La discrecionalidad policial se completa con la participación de los vecinos en las tareas de control.  

Justicia vecinal

La justicia vecinal no es la expresión de la ausencia del estado sino de una frustración de las expectativas ciudadanas: el estado no está presente como queremos que esté presente. Los problemas se acumulan: no solo la justicia en general se muestra incapaz de canalizar y tramitar los conflictos con los que se miden muchos vecinos y vecinas en los barrios, sino que la gente desconfía de las policías. Cuando decimos justicia vecinal estamos pensando no solo en los linchamientos y casos de justicia por mano propia o en sus tentativas, sino también en las quemas o destrucciones colectivas e intencionadas de viviendas con la posterior deportación de grupos familiares enteros de los barrios, en los escraches en sus múltiples formas, en las tomas de comisarías y lapidación de policías, y en los saqueos colectivos. Formas de justicia ostentosas, emotivas y ultrarápidas. En realidad, a sus protagonistas no les interesa la justicia sino la seguridad. Tampoco se trata de actualizar la vieja ley del talión que reza ojo por ojo y diente por diente: en este país robar un celular te puede costar la vida. Una violencia desproporcionada, que no guarda relación con los hechos que se quieren reprochar. La violencia es una forma de reponer los umbrales de tolerancia en los barrios estallados. Una violencia expresiva, que hace del cuerpo del otro, un bastidor para inscribir un mensaje que tiene varios destinatarios. Porque el mensaje está dirigido al resto del piberío y la vagancia tentada por el delito callejero, pero también a los funcionarios que nunca llegan o llegan demasiado tarde. 

La justicia vecinal no es la expresión de la ausencia del estado sino de una frustración de las expectativas ciudadanas: el estado no está presente como queremos que esté presente.

La violencia se inscribe en el cuerpo, pero también en el alma de las personas. Una violencia que no terminará nunca de doler. Porque cuando los golpes acaben, la paliza se trasladará a su subjetividad. Las humillaciones dejan huellas de larga duración. Los moretones se van, pero las heridas en el alma difícilmente se olviden. La pregunta que nos hacemos es si esta violencia tendrá la capacidad de detener a la violencia. Porque está visto que la violencia resiente al piberío que luego descarga su bronca en la próxima víctima. Una violencia que ya no será meramente instrumental, sino que tendrá un plus de violencia expresivo y emotivo. La rabia no es patrimonio de la vecinocracia.  

La justicia vecinal se encuentra con la justicia mediática

Las formas de justicia vecinal encuentran en la justicia mediática un punto de apoyo. Los vecinos aprendieron viendo la tele que el castigo está al alcance de la mano, que se puede castigar a una persona sin tantos rodeos y encima ser un héroe, o por lo menos convertirse en una persona con cinco o más minutos de fama. La radio y la TV les enseñaron a impostar sus rostros, a llorar y quejarse, a desplegar sus resentimientos que supieron cultivar y guardar en los odios heredados. La indignación acompaña y legitima estas formas de castigo que se despliegan al margen del estado. 

Los vecinos aprendieron viendo la tele que el castigo está al alcance de la mano

La justicia mediática anticipa y completa a la justicia vecinal. La anticipa cuando les enseña e interpela a tomar al toro por las astas, y completa, porque los periodistas no sólo serán los encargados de propalar las imágenes sino de agregarle legitimidad a los hechos que ellos mismos contribuyeron a fagocitar. Hay aquí un círculo vicioso. Lo digo con un ejemplo: hace rato que la noticia que escriben o cuentan los periodistas no termina con el punto final que cierra cada nota. La noticia se completa con el llamado de los oyentes o los comentarios de los lectores. Una noticia que será luego glosada por los usuarios en sus redes sociales. Los periodistas aprendieron a tocar las fibras sensibles de sus hinchadas. Y estas aprendieron que en las llamadas que habilitan las producciones o los comentarios en los portales de noticia está la oportunidad de descargar su ira, de volcar sus pasiones tristes, de proyectar sus temores, preocupaciones y odios. No se trata de pensar entre todos y todas sino de transformar esas mediaciones en espacios emotivos. Ya no hay noticias sino, como dijo hace tiempo Tomás Abraham, emoticias. El periodismo es un campo minado a punto de hacernos estallar. Nadie estará a salvo de la onda expansiva del odio.

La onda del odio

La experiencia del odio es intensa. Para estar en contra de alguien y sostener la enemistad hay que invertir mucha energía emocional. Donde hay odio no hay indiferencia. Aunque muchas veces la indiferencia suele ser la manera de expresar el odio que sienten. Pero estas personas odian porque no son indiferentes, porque aborrecen a alguien o lo que esta representa. Una persona que odia es alguien que no puede sacarse de la cabeza las imágenes que odia.    

En el libro La política cultural de las emociones, la teórica feminista Sara Ahmed propone pensar al odio como una economía afectiva. El odio, dice, es algo que circula, postea y viraliza, es un efecto de la circulación, tributario de la lógica del teléfono descompuesto. Es allí, entonces, hacia donde deberíamos dirigir nuestra mirada para comprender la dinámica odiosa. El odio no reside en un sujeto u objeto dado sino en los desplazamientos que se producen entre los significantes, es algo que adquiere sentido a medida que se desplaza entre los signos que vincula, formando cadenas de equivalencias, creando asociaciones que se van intensificando a medida que ruedan. Las características que se le endosan a una figura cualquiera se desplazan o transfieren hacia la otra hasta fetichizarse y adquirir vida propia. 

Pongamos un ejemplo: la figura del “pibe chorro”. Es el resultado de una alianza o ensamblaje de figuras que se fueron condensando a medida que circulaban entre el vecindario y la televisión. Las características de una figura se transfieren hacia la otra y se van intensificando a medida que la serie se extiende y completa: joven + villero + negro + pobre + vago + falopero = pibe chorro. Es decir, las características que se asociaban a un villero (pobre + cabecita negra + clientelismo/lumpen) se desplazan al joven (que era asociado a la vagancia + bardero + falopero + violencia). El resultado es la esencialización del delito y su cristalización en la figura del “pibe chorro”. Por eso, cuando vemos a un “joven en conflicto con la ley”, que ha sido apuntado como sospecho, referenciado por la prensa como un “joven con antecedentes” o “frondoso prontuario”, entonces comienzan a llegar en cadena cada uno de los sentidos que habíamos apilado arriba de la figura de “pibe chorro”. Si es “pibe chorro” será porque es joven, villero, pobre, cabecita negra, bardero, falopero y violento.   

El odio es un afecto histórico, producido por historias polarizadas no resueltas, que surcan por la canaleta de la historia, ese subsuelo putrefacto. 

El odio es un afecto histórico, producido por historias polarizadas no resueltas, que surcan por la canaleta de la historia, ese subsuelo putrefacto. Más aún, el odio es aquello que dota a la historia de efectividad. Los odios se van depositando en el imaginario y cristalizan en prejuicios de larga duración, que suelen expresarse en las formaciones estereotípicas negativas del lenguaje. Un acontecimiento contemporáneo puede interpelar esos sentimientos profundos y activar con ello discusiones interminables o repostular tareas autopercibidas como inconclusas. 

El odio separa, pero también junta, sirve para pegar pero también para conectar. Peor aún: junta cuando golpea, física o simbólicamente hablando. Aquello que los religa será precisamente lo que los separa del otro absoluto. El odio es una máquina de componer enemigos para, de esa manera, certificar la afinidad de la gente como Uno. El odio al otro alinea el Yo al Nosotros. Nos separa de Ellos y nos junta a Nosotros. Necesitan despreciar a Ellos para certificar la afinidad del Nosotros. Una identidad que será vivida como una puesta en peligro por la alteridad. No hay identidad sin alteridad. Nadie va a la guerra sin dios, es decir, nadie lincha a una persona sin ceremonias de degradación moral.