medios, internet y política

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22 feb 2022

por Gustavo Postiglione

Foto: Agencia Telam

Juego de espejos

Las plataformas crecen y perdemos identidad

La pandemia terminó de integrar a Netflix a buena parte de los hogares de Argentina. Mientras miramos una película tras otra, el cine está muriendo y entra en crisis nuestra soberanía audiovisual.

Una idea se ha convertido en un lugar común de los últimos dos años: “la pandemia cambió la manera del consumo cultural y fundamentalmente lo ha hecho de forma más contundente en el ámbito del cine y los medios audiovisuales”. Creo que hay un error en esa apreciación. Lo que ocurrió fue que se aceleró un proceso que -sin pandemia- hubiera tardado apenas un tiempo más. Es decir tarde o temprano las plataformas de streaming se apoderarían del dominio de la producción cinematográfica y televisiva. Dos conceptos, que hoy -cine y televisión- podríamos dejar de utilizar porque en su concepción primera han dado muestras de agotamiento y muerte. O tal vez de asesinato.

Si entre tanta locura al alcance de la web alguien afirma que el coronavirus es un invento que pergeñaron entre Netflix, Amazon Prime y Disney no me resultaría extraño y hasta le otorgaría algo de verosimilitud, sin por eso entrar en teorías conspiranoicas, sino en hechos que tienden a establecer un nuevo mapa del mercado audiovisual. Uno de los sectores que se ha visto más beneficiados por la pandemia fue el de las plataformas de streaming y también conocidas como plataformas OTT por sus siglas en inglés (Over The Top) . A partir de marzo de 2020, millones alrededor del planeta hemos festejado la posibilidad de tener a nuestro alcance la N roja o alguna de sus vecinas. ¿Qué se puede hacer salvo ver películas? ¿Qué se podía hacer salvo ver películas? Nunca mejor la frase de la canción de Charly para describir ese momento histórico. Y aunque pueda sonar exagerado, fue un paso decisivo hacia la desaparición del cine tal como lo conocemos o lo conocíamos. Es probable que dentro de unos años nos demos cuenta que seremos -o fuimos- los últimos espectadores en haber asistido a una sala.

La globalización de las pantallas a través de las OTT implica una nueva jugada de las multinacionales del entretenimiento. Antes fueron las complejos cinematográficos con 12 o 14 salas que nos proponían un hecho novedoso: la posibilidad de tener muchas películas diferentes en un mismo espacio de manera simultánea. Al poco tiempo nos dimos cuenta que los multicines solo eran repetidoras de las grandes cadenas de distribución a tal punto que en un complejo de 14 salas, había 7 ocupadas por la misma película, ante lo cual la variedad se agotaba de manera inmediata.

Con la llegada masiva de las plataformas de streaming, la cuestión se complica aún más, porque las multipantallas están en casa y las compramos por menos del valor de pochoclo en el cine. Los televisores smart ya traen en su control remoto el logo de Netflix, Amazon, Disney y etc. Todo resulta muy sencillo, no hay que programar prácticamente nada y ya somos parte del entretenimiento global. La pandemia incrementó esta tendencia, más allá que algunos sistemas nacionales como cine.ar, cont.ar u Octubre Tv captaron parte del público al que le interesa el cine argentino, latinoamericano o con ciertas búsquedas que no están presentes en la grandes plataformas. Para los más cinéfilos está MUBI o Qubit.Tv pero representan una porción muy pequeña del público. Lo que sucede es que las multinacionales del streaming, aparte de captar el 90 % del mercado y deglutir el cine argentino o las escasas ficciones de la tevé, también se han establecido como las principales productoras de contenidos. Estas empresas en muy poco tiempo han logrado formatear la producción ofreciendo films o series que se repiten aquí, allá y en todas partes con mínimas variantes. Unificar el punto de vista, proponer una forma de realización, determinar el tipo de historias que se narran y establecer elencos como así también equipos técnicos, tiende a una división internacional del trabajo cinematográfico determinando qué y cómo se debe producir en cada rincón del planeta.

A pesar de esta situación, los realizadores locales, como así también técnicos y actores ven en las OTT el espacio donde salvar sus carreras o conseguir un trabajo que cada vez se hace más duro en un medio que ha desprotegido a sus creadores. Los condicionamientos que estas empresas imponen dentro del mercado, obturan el desarrollo de otras miradas que rompan su hegemonía, y desde 2015 hasta la fecha el estado no ha tomado las medidas necesarias para frenar esta escalada.

Hace un tiempo el debate dentro de la industria audiovisual parece más preocupado por encontrar la llave para ingresar a Netflix, Amazon, Star, Disney, Apple TV o etc., que de buscar otras maneras de abordar la realidad que a su vez no dependan de formatos pre establecidos. Quizás la lógica de las sociedades a nivel internacional y su corrimiento hacia el conservadurismo ha hecho que los nuevos relatos por más que se produzcan desde perspectivas tecnológicas y narrativas novedosas, no dejan de ser parte de un mismo producto y no de obras diversas. Ya no se habla de obra, se habla de productos.

Hoy para quien produce o realiza es más importante averiguar cómo vender una película a una de estas plataformas globales antes que pensar de qué manera se puede quebrar la lógica de ese mercado que impone una formato narrativo y establece contenidos. Todo esto atenta contra un concepto que a algunos quizás les parezca fuera de época, pero que tiene una gran vigencia y es el de soberanía audiovisual.

Shakespeare -en un momento de su gran obra- le hace decir a Hamlet (en relación a los actores o podríamos decir a la ficción) lo siguiente: “su objeto ha sido y sigue siendo poner un espejo ante la vida: mostrar la faz de la virtud, el semblante del vicio y la forma y carácter de toda época y momento”. Poner el espejo frente a la realidad, para dar cuenta de un tiempo histórico, para proponer relatos que sean propios y crear las poéticas que verdaderamente nos representen. De esto se trata la construcción de nuestras imágenes, de nuestros sonidos. La diversidad de las miradas que a su vez surjan de una geografía y un momento es lo que nos constituye. Perder esa batalla es en definitiva abandonar la pelea por la propia identidad.