La relación entre los medios y la política es un viejo problema para la teoría social y conoce grandes elaboraciones conceptuales desde hace por lo menos medio siglo. En la Argentina, el asunto ocupó un lugar importante en la agenda académica y pública a partir del comienzo del fin de la última dictadura, y ciertamente durante los años de lo que se llamó la “transición a la democracia”. En aquellos años, Oscar Landi, entre muchos otros, escribió una cantidad de cosas que nos ayudaron a pensar esa relación, en la que los medios en general, y los medios audiovisuales en particular, ocuparon sucesivamente distintos lugares, desde el de meros “altoparlantes” de lo que los dirigentes políticos tenían para decir a la ciudadanía, pasando por el de “escenarios” a cuyas reglas, lógicas y tempo debieron esos mismos dirigentes aprender a adecuar sus estrategias discursivas, hasta el de verdaderos protagonistas del drama político nacional, en el que con cada vez más eficacia disputaban –junto a un conjunto de otros actores corporativos con los que sostenían todo tipo de relaciones y con los que compartían numerosos intereses– posiciones de poder con los actores del “sistema político” democrático y con los representantes formales de la ciudadanía en el gobierno del Estado.
Esta situación llegaría años más tarde a que se configurara en el país el cuadro de lo que Daniel Rosso llamó una “democracia de doble delegación”. La expresión, que Rosso construye en sugestiva polémica con Guillermo O’Donnell, busca describir la situación de un sistema político en el que la ciudadanía delega su soberanía en sus dirigentes, quienes a su vez lo hacen (en busca de gobernabilidad en el mejor de los casos, y de quién sabe cuántas otras cosas en el peor) en las corporaciones. En este esquema, la ciudadanía tiene todos los estímulos para alejarse de los espacios públicos, y las grandes corporaciones mediáticas adoptan entonces, sobre ese vacío, la función estratégica de construir su opinión política. Rosso muestra el modo en que, durante varios años, el kirchnerismo se atrevió a desafiar este mecanismo de funcionamiento de las cosas. Hoy es evidente que la sonora derrota de ese intento nos ha vuelto a dejar, en relación con el tipo de vínculo entre el poder político democrático de los representantes del pueblo y el poder de las corporaciones económicas y mediáticas, en una situación muy semejante a la que su libro nos ayudaba a caracterizar. No parece necesario agregar que la situación es semejante en casi todos o posiblemente todos los países de nuestra región, y acaso también del mundo.
Una gran conversación
A mediados del siglo pasado, cuando la humanidad supo por primera vez que contaba ya con los instrumentos tecnológicos necesarios para acabar de una sola vez consigo misma, y de paso con todas las formas de la vida en el planeta, el filósofo alemán Karl Jaspers escribió un libro extraordinario titulado La bomba atómica y el futuro de la humanidad. Discípula y amiga de Jaspers, Hannah Arendt apuntó, a propósito de él y de este libro, que las grandes catástrofes planetarias obligan a sacar a esa idea de humanidad de la zona de la literatura, de la filosofía o de la utopía para hacer de ella una categoría política. Que era en efecto lo que había hecho Jaspers, cuyo libro invita a forjar las condiciones para una “gran conversación” entre todos los dirigentes y todos los pueblos de la Tierra para ayudar a forjar una humanidad en condiciones de conjurar el riesgo que se le presentaba y de tomar en sus manos su propio destino colectivo. Jaspers no lo decía como voy a decirlo ahora, y seguramente le habría disgustado esta traducción, pero déjeseme decirlo así: para construir, en (el) lugar de un género humano “en-sí”, objeto de todo tipo de amenazas y sobre todo de la tremenda amenaza de la bomba, una humanidad “para-sí”, sujeto de sus propias decisiones y por lo mismo de su propio futuro.
Esta idea de Jaspers de la vida colectiva pensada bajo la forma de una gran conversación tuvo también una profunda influencia sobre otro notorio lector suyo: Jürgen Habermas, quien en Ciencia y técnica como ideología escribió que una sociedad democrática es una que estimula el diálogo entre los habitantes de los tres vértices del triángulo que forman los que gobiernan, “los que saben” (lo digo a propósito con esta expresión, que el presidente Fernández usó muchas veces, a lo largo de estos meses de pandemia, para referirse a los miembros del sistema científico y tecnológico que lo asesoraban: “Estoy haciendo lo que los que saben me dicen que hay que hacer”) y los dueños de la soberanía: los ciudadanos, a los que Habermas querría imaginar pudiendo forjar, en un diálogo bien informado, una opinión pública lúcida y crítica. En la actual situación de catástrofe sanitaria y ambiental en que está el planeta, deberíamos tomarnos muy en serio estas ideas. Tomar de Jaspers la idea de que esta gran conversación no puede ser pensada apenas a la escala de las opiniones públicas nacionales de los distintos países, sino que debe serlo a la escala de la humanidad en su conjunto, y de Habermas la de que, además de los pueblos y de sus dirigentes, en esta “gran conversación” deben ocupar un lugar los que con sus saberes pueden ayudarnos a encontrar la puerta de salida.
Claro que para eso debemos pensar mejor que lo que lo venimos haciendo, detectar de un modo más preciso cuáles son esos saberes. En la Argentina (en el sistema científico y tecnológico y en las universidades públicas argentinas) hay mucha gente que “sabe” cómo evitar la propagación de las enfermedades, cómo achatar las curvas de los contagios, cómo minimizar sus consecuencias e incluso cómo fabricar vacunas. También, hay un montón de gente que “sabe” una cantidad de cosas sobre las causas de esta pandemia, así como de las otras que la precedieron y de las que la seguirán, sin duda alguna, a menos que la humanidad decida revisar muy seriamente el modo en que está haciendo las cosas: el modo en que está produciendo sus alimentos, sus animales y el forraje para sus animales, talando los bosques y desertificando las tierras. El autor de estas notas lo ignora todo sobre esto, y agradece poder desburrarse siquiera parcialmente gracias a todo lo que escriben quienes sí saben mucho sobre esto, sobre lo que es urgente que seamos informados todos los ciudadanos y todas las ciudadanas del país, todos nuestros gobernantes, y todos los ciudadanos, las ciudadanas y los gobernantes de todos los países de la Tierra.
La comunicación como un derecho
En este punto es donde debemos volver sobre el problema de los medios, de su poder (que, a diferencia del de los gobernantes, no está sometido al contralor democrático de la ciudadanía), de su organización corporativa y de su relación con muchas otras grandes organizaciones del mismo tipo de la economía del país y del planeta. Porque tan pronto como conseguimos representarnos mentalmente –e incluso hacerlo a la escala más-que-nacional en la que estamos proponiendo que hay que hacerlo– ese triángulo de actores (los que gobiernan, los que saben y los que deberían poder discutir con unos y otros en qué sentido deberíamos estar transformando nuestros modos de organización de nuestra vida colectiva), se nos vuelve evidente que todos los diálogos actuales y posibles entre ellos están mediados, in-formados, cuando no incluso configurados, por los medios masivos de comunicación. Y si esos medios de comunicación, como venimos diciendo, no imponen a ese diálogo apenas un lenguaje, un ritmo o unas reglas, sino que le imprimen los intereses muy concretos de sus dueños (de los dueños de los grandes conglomerados que los monopolizan o los oligopolizan), entonces la posibilidad de que de esa “gran conversación” resulten grandes resultados empieza a reducirse angustiantemente.
Lo cual es tanto más grave cuanto que esos intereses están fuertemente articulados con (o incluso son exactamente los mismos que) los de un puñado de otros grandes conglomerados del planeta: los de las finanzas, la agroindustria, las plataformas de internet y la propia industria farmacéutica, con los que forman una red (un libro excelente de Vandana Shiva viene de mostrarlo de modo contundente) dramáticamente concentrada. Es por esto que es más necesario que nunca estar a la altura de lo que trae como implicancia una de las grandes conquistas de los gobiernos populares que tuvimos en América Latina en los tres primeros lustros de este siglo: la representación de la comunicación no como un negocio ni como un asunto del mercado sino como un derecho humano universal, de los ciudadanos y del pueblo, como el derecho a expresar libremente todas las ideas y opiniones y como el derecho a recibir toda la información, plural, diversa y objetiva, que necesitamos para tomar las decisiones que afectan a nuestra vida individual y colectiva. Es necesario que el Estado, a través de los mecanismos de los que dispone y que debe utilizar, garantice que sea al servicio de este designio, y no de ningún otro, que funcionen, acá como en todas partes, los medios masivos de comunicación.