¿Qué pasaría en una sociedad donde sencillamente no existe la mentira?
Ese es el interrogante que lleva al actor, escritor y director inglés, Ricky Gervais a imaginar un inusual argumento para una comedia dramática, muy dramática, diría, traducida al castellano como La Invención de la Mentira o Increíble pero Falso.
En esa sociedad ficticia sus integrantes no mienten, no por un imperativo moral o ético, ni tampoco religioso. No mienten porque no cabe en su imaginación. No saben qué es, ni cómo mentir. No existe esa palabra. No existe la tentación a la que ceder o resistirse.
Esa característica extraordinaria conlleva una serie de inconvenientes para quienes vivimos en una sociedad que convive con la mentira y en la que incluso, no son pocos los que afirman que la verdad ya no existe más o no interesa mucho.
En la película de Gervais, las personas son extremadamente explícitas en la transmisión de sus sentimientos sin someterlos al filtro de la sana convivencia. “Quiero que sepas que te odio”, le dice un compañero de oficina a otro. “Aborrezco cada día que he trabajado para ti”, le afirma una secretaria a su jefe. “He tomado un sorbito”, le reconoce un mozo a la persona a la que le está sirviendo.
Nadie se ofende, nadie se enoja. Al no existir la mentira, sólo existe la verdad y por dura que sea, es la forma natural de comunicación.
La Invención de la Mentira data de 2009 y se la puede encontrar en algunas plataformas de streaming. Esto nos da una pista respecto de que el ácido comediante británico no podía conocer los debates sobre la posverdad, la manipulación de la verdad o directamente del uso político de la mentira. Parece más bien una observación crítica del autor sobre el tiempo que le toca vivir.
No obstante, y más allá de sus intenciones, resultan tan inquietantes las consecuencias caricaturizadas por Gervais que traería una sociedad de la verdad absoluta, que nos ayuda a reflexionar sobre la sociedad de la mentira, que se parece demasiado a la nuestra.
Despegados de la realidad
Si bien el debate en la Argentina en torno a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA) en las postrimerías de la primera década del Siglo bordeó, más en los slogans que en las propuestas en sí, se apoyó en la idea de que los medios mienten, lo que primó fue la afirmación de que la tan mentada objetividad periodística no existe, lo que existe es la subjetividad, y en todo caso democratizar implicaba darles lugar a las diversas subjetividades.
En realidad, se liquidó la ilusión de la objetividad periodística, un mito centenario que fue muy productivo para el desarrollo de los medios de comunicación de masas durante el siglo XX pero que ya no resistía una mera repregunta.
Si fuera posible un relato objetivo sobre un hecho noticiable, la propia selección de ese hecho para informar en desmedro de otros hechos noticiables ya supone una acción eminentemente subjetiva. Los mecanismos antimonopólicos que establecía la LSCA no se proponían eliminar esas editorializaciones ni coartar su libertad de expresión, la diversificación de titulares de licencias que instauró apuntaba a que los posicionamientos fueran muchos y lo más diversos posibles.
Lo que llegó poco después de aquellos debates es la llamada posverdad. Ya no que cada medio, cada periodista, ganados por sus subjetividades recortan una porción de la realidad. Ahora ese referente que solíamos llamar la realidad poco y nada importa. La posverdad no necesita de hechos – que solían ser sagrados -, prescinde de ellos, lo cual le permite hasta fabularlos.
“No existen hechos, sólo interpretaciones”, aterrorizó aquel filósofo maldito a los positivistas. Hoy, más de cien años después, el periodismo y las redes sociales parecen darle la razón, incluso en muchos casos sin haberlo leído.
El personaje que protagoniza Gervais experimenta una epifanía y descubre que se puede mentir, realiza una extracción bancaria superior a su saldo real, pero la cajera le cree -es lo único que puede hacer- y le da la cifra reclamada. En adelante comprende que mentir le es muy conveniente y hasta le otorga un poder que lo convierte en una especie de mesías. Gran metáfora sobre la potencialidad del manejo – monopólico- de la información, o más bien de la capacidad de inventarla.
De las pocas cosas que sabemos de cómo funciona la posverdad, una de ellas es que se asienta en la aparente necesidad de las audiencias de reforzar sus posiciones previamente asumidas. Las ilustraciones sobre las conversaciones en las redes sociales, donde burbujas adversarias, que casi no se tocan, y los integrantes de cada una de ellas se comunica con personas que piensan muy similar, nos permiten comprender esta función de refuerzo.
Por obvias razones no voy a contarles cómo termina esta excepcional película. Pero sí podemos afirmar que cada una de esas burbujas son a su manera la sociedad idílica, sin mentira, que imaginó Gervais. ¿Cómo construir grandes mayorías con la pervivencia de las burbujas autorreferenciales? Ese parece ser un desafío trascendente para la imaginación democrática e igualitaria.
Mentiras en campaña
Si concedemos que vivimos una época en la cual las noticias falsas circulan incesantemente, y no sólo por la falta de profesionalismo de los usuarios de las redes sociales o por el anonimato que éstas ofrecen, como sugieren las empresas de medios de comunicación analógicos. En efecto, no son pocas las veces que la trazabilidad de una noticia falsa encuentra su inicio en medios tradicionales y en ocasiones hasta en la portada de la gran prensa gráfica. ¿Qué límite puede tener la utilización de la mentira a la hora de las campañas electorales?
Todos recordamos el debate presidencial previo a las elecciones de 2015. En realidad, las afirmaciones del candidato que a la postre resultara electo resuenan todavía, sobre todo si se las contrasta contra sus cuatro años de gobierno.
Resulta que muchos candidatos optan por aventurarse a prometer cosas que ni siquiera saben si van a poder cumplir o que directamente lo saben, constituyendo así auténticas estafas electorales. Pero la cosa se pone mucho más perniciosa cuando grupos concentrados de medios se meten de lleno en las campañas electorales ya no como observadores sino como protagonistas no confesos.
¿O no recordamos la operación político-mediática tendiente a denigrar la imagen del candidato a Gobernador asimilándolo falsamente a “La Morsa”, presunto autor del Triple Crimen de Gral. Rodríguez por el caso del tráfico ilegal de efedrina?
¿Y la confesión posterior a las mismas elecciones presidenciales del columnista del diario La Nación, integrante del Consorcio de Periodistas Internacionales de Investigación, respecto de la tenencia previa de la información de los Panamá Papers donde se consigna la propiedad de empresas off shore por parte de quien fuera electo Presidente? ¿Esa omisión no es una forma excepcional de mentirle al electorado?
El personaje de Gervais que descubre el poder de la mentira y los propios candidatos mentirosos, en última instancia, se exponen a ser descubiertos por los destinatarios del engaño. Porque aparecen pruebas fehacientes que lo demuestran o porque los hechos posteriores no se compadecen con los dichos en forma de promesas.
Aquí el dilema está dado por el rol que cumplen las grandes corporaciones mediáticas. Si están blindados por la libertad de prensa. Si forman parte del poder permanente ya que no concurren a elecciones. Si los públicos tienden a reforzar sus posiciones consumiendo medios de comunicación afines, más allá de la calidad periodística de los mismos. ¿Entonces, cómo se resuelve este dilema que tensiona a la democracia en cuanto a su calidad institucional y sus realizaciones?
Ricky Gervais no parece tener mucho para decirnos, aunque agradecemos el ingenioso disparador que nos propuso para pensar. La respuesta habría que buscarla por el lado de retomar los debates públicos imprescindibles para diseñar las políticas de comunicación que favorezcan a las mayorías populares.