medios, internet y política

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18 mar 2022

por Sibila Camps

Fotos: Celeste Rojas Mugica

PRODUCCIÓN ESPECIAL: Medios y dictadura

Memorias de una periodista cultural en dictadura

Una redacción diezmada por la represión; un plantel de sobrevivientes sin derechos; un diario pagado por un jerarca militar. Desde la memoria de estos escenarios distópicos, Sibila nos cuenta cómo se las ingenió para sobrevivir a la explotación y a la censura.

Me inicié en el periodismo en plena dictadura (setiembre de 1977) en La Opinión, un diario expropiado e intervenido por los militares. Jacobo Timerman, su fundador, secuestrado en abril de ese año y torturado, había sido “blanqueado” como preso gracias a la presión internacional; el subdirector, Enrique Jara, y el periodista Enrique Raab, ya habían sido desaparecidos. No se hablaba de eso en la redacción, ni tampoco del asesinato de Francisco Paco Urondo y, confieso con vergüenza, recién hacia finales de la dictadura fui enterándome de lo que había sucedido. Quedaban muy pocas firmas del prestigioso staff original, diezmado también por los exilios, los bajos sueldos y el ambiente rancio de la censura.

Ingresé para hacerme cargo de la sección bibliográfica –un año antes me había recibido en Letras, en la UBA– pero, por mi formación, pronto comenzaron a encargarme también notas de música popular y de danza. Podría pensarse que eran áreas menos vigiladas y presionadas, pero no era así. Jamás olvidaré la cobertura de una Feria del Libro, en que me tocó cubrir la visita por parte del dictador Videla, quien había elegido ese día para saludar a Borges, que firmaba ejemplares. Enfrentada a los patovicas de su custodia, nunca empujé ni me empujaron tanto, nunca pisoteé ni me pisotearon tanto; dormí muy mal esa noche, por el estrés.

El diario llegó a publicar algún aviso de recitales de Mercedes Sosa –creo que el último–, pero no se podía mencionarla. Cuando comenzaron a presentarse en Buenos Aires los músicos del nuevo canto popular uruguayo, hábiles y persistentes en gambetear la censura, pude expresarme dándolos a conocer, ya que eran nombres ignotos para los censores. Me llevó toda una tarde encontrar las palabras para escribir la primera crítica de Los Que Iban Cantando. Creí haberle encontrado la vuelta cuando, en la volanta, puse “Un original grupo uruguayo lejano de la complacencia”; pero el deterioro del diario era tal, que al tipear la crítica se comieron la palabra “lejano” y quedó el sentido contrario. Poco después, para no recortar la cartelera de cine me quitaron el final de otra crítica –lo que me trajo reproches en el ambiente– y pedí garantías al jefe de redacción, Oscar Ruiz; de lo contrario, retiraría mi firma. Su respuesta no me dejó opciones: “Retirala, vieja, porque este diario es incontrolable”. Y así lo hice.

Agonía de La Opinión

El último año y medio –La Opinión cerró en abril de 1981– fue una agonía: salarios congelados, éxodo de quienes pudieron conseguir un trabajo mejor, vacantes no cubiertas, erratas cada vez más graves y frecuentes. Nos instalaron una máquina para marcar tarjeta y pasaron a controlarnos sin la menor tolerancia. Se dio entonces el absurdo de que lxs críticxs de espectáculos no cubríamos casi ninguno, porque no podíamos salir de la redacción antes de las 21; y si la función o el recital eran fuera del horario de trabajo, no nos pagaban las horas extra. Tampoco nos cubrían los viáticos, y pasada la medianoche no había otra forma de volver a casa que no fuera en taxi. Desde entonces casi no escribíamos y sólo nos estábamos las seis horas reglamentarias, sin hacer nada; y ni soñar con encarar alguna actividad gremial, ya que nos espiaban y perseguían, en especial a las pocas mujeres del plantel.

Dejaron de reintegrarme el dinero de las tres horas diarias de la niñera1 y tuve que ir a trabajar con mi hijo de un año y 10 meses. Un día, estaba por salir de casa cuando tuve que cambiarle los pañales, lo que me hizo llegar diez minutos tarde. El jefe de Personal me pidió explicaciones; días después me confesó que tenía la orden de despedirme si no cumplía mi horario.

A fines de 1980 empecé a colaborar en la revista Humor, en las mismas áreas; fue un espacio de libertad, aun cuando los “servicios” visitaban algunos de los recitales que cubrí –por lo general era fácil reconocerlos. Por la misma época inicié las colaboraciones en la revista de La Nación, donde propuse una compleja producción sobre la música folklórica en la Argentina, sólo para poder entrevistar a Mercedes Sosa, en un viaje fugaz a Buenos Aires, ya que todavía estaba exiliada y prohibida; por las dudas ni siquiera pedí fotógrafo. En 1982, tras el Festival de la Solidaridad Latinoamericana que, impulsado por la Fuerza Aérea durante la guerra de Malvinas, reunió a las máximas figuras del rock, conseguí incluir un amplio informe con los referentes más importantes del género; aunque cueste creerlo, fue la primera nota sobre rock publicada en todo el diario.

Tras el cierre de La Opinión sobreviví con colaboraciones en varios medios, saltando de un colectivo a otro con un bebé a cuestas, cargando con la cartera, el cambiador y a menudo también con un pilón de vinilos, que retiraba de las discográficas para hacer comentarios.

Las convicciones en Convicción

A punto de empezar a buscar cualquier trabajo de oficina, en agosto de 1982 surgió una vacante en el diario Convicción; fue lo último que podía llegar a aceptar, ya que formaba parte del proyecto político del almirante Massera. Fue un aprendizaje para sortear la censura interna, en el que varias veces hice exactamente lo contrario de lo que indica el buen periodismo, como abusar de los eufemismos y poner el o los nombres de los protagonistas lejos de la cabeza de la nota. Otro ejemplo: el anticipo del primer recital de Víctor Heredia en el estadio Obras, lo di en la mitad inferior de la página, sin foto y sin poner su nombre en el título, la volanta ni el copete; en cabeza de página mandé una nota con foto de Leo Maslíah, entonces casi desconocido en Argentina. Conseguí cubrir en forma completa el festival B.A.Rock II; pero poco después, el director periodístico, Héctor Grossi, me bajó el anuncio del primer recital de desexilio de Marilina Ross, sólo porque había formado parte del Clan Stivel. La nota ya estaba “plantada en página” cuando me lo comunicó. “Considero que nuestros lectores tienen que acceder a esta información y cumplo con mi tarea al brindarla –le dije–. Ahora bien, si la suya es bocharla…” El diálogo fue educado y Grossi no se animó a pedirme un material de remplazo, tuvo que buscarlo él.

Convicción tiraba entonces apenas 3.000 ejemplares, de los que casi un tercio iban “de gentileza” a otros medios. En verdad, lo que le había dicho a Grossi no era cierto: no me interesaba para nada el millar de lectores que elegían pagar por un diario de derecha; por el contrario, los cuatro meses que trabajé allí, lo hice con dos objetivos conscientes: ayudar a artistas que consideraba valían la pena, a través de una entrevista o una crítica que engrosaran su curriculum; y mostrarme por escrito lo mejor posible, con la esperanza de que algún/a colega me tirara una soga y pudiera irme a otro medio.

Y eso fue lo que ocurrió: me llamaron de Clarín, donde me habían publicado algunas notas en la sección Opinión y estaba preparando una producción de cinco páginas sobre la música para niñxs en la Argentina, para el suplemento cultural. Ingresé el 3 de enero de 1983 y me ubicaron en la sección Información General (actualmente Sociedad), aunque con la idea de encargarme también notas para otras secciones. Una de ellas fue Política, donde me hicieron pagar el derecho de piso enviándome a cubrir marchas y actos contra la dictadura. Fue un aprendizaje por partida doble: en primer lugar, porque recién entonces conocí las atrocidades del terrorismo de Estado –aun cuando todavía no tenía esa denominación– y comencé a tomar conciencia de la magnitud de lo ocurrido; y en segundo lugar, porque me permitió desarrollar un método para calcular el número de participantes en manifestaciones.

En mayo de 1984 me ofrecieron hacerme cargo, fuera de mi horario y como colaboradora, del área de Folklore –así se llamaba–, sección que abarcaba música argentina de raíz folklórica y que fui ampliando fuera de la música y también de las fronteras. Hacía apenas seis meses que teníamos un gobierno democrático y me costó bastante desprenderme de los camuflajes lingüísticos. Consciente de que en más de medio siglo casi todos los gobiernos habían caído por golpes de Estado, durante mucho tiempo me pregunté casi a diario: “La próxima vez, en la próxima dictadura, ¿por qué nota me agarrarán? ¿por la que estoy escribiendo ahora, por la que escribí ayer o por la que escribiré mañana?”