Un simple folleto desató un debate público que deja en claro una cuestión: ni la muerte de 24 personas por consumir cocaína adulterada con carfentanilo sensibilizó a la razón punitiva. En el discurso político y en el mediático se sostiene la lógica prohibicionista/abstencionista que dio nacimiento a la vetusta ley 23737 –que sigue en vigencia luego de tres décadas de probada inutilidad– pese a que existen voces que están poniendo en crisis los postulados centrales.
La aparición de discursos alternativos a la prohibición (que toman como referencia diferentes modelos de abordaje: por ejemplo, la regulación del cannabis en Uruguay) pone sobre la mesa otras formas de pensar la cuestión sin limitarse a la cuestión penal. Pero los medios de comunicación hegemónicos –expresados en sus voceros más visibles– siguen sosteniendo sus coberturas desde una perspectiva sensacionalista y alarmista, sin hacer una diferenciación entre los diferentes hábitos de consumo y sobre los efectos de las diversas sustancias que circulan. Todo uso es una adicción en potencia, no existe la capacidad de autonomía y de planificación del antes y el después.
Les consumidores no son yonquis atolondrados que se entregan a un hedonismo desenfrenado que les impide realizar actividades funcionales durante el día: ese cliché puede quedar bien en una serie, una película o una novela, pero la vida real es demasiado compleja como para pensarla con esquemas tan estrechos. El consumo existe, pero no se produce de una sola manera y no todas las formas incluyen prácticas peligrosas. Eso, no obstante, no implica señalar que el consumo es inocuo. Todo lo contrario: la posibilidad de daño está siempre presente y por eso es más necesario que nunca establecer pautas básicas para evitar situaciones peligrosas para la salud: para eso existen las prácticas de reducción de riesgos y daños.
En nuestro país el principal problema es el policonsumo de sustancias, lo que genera mezclas que pueden ser mortales (tenemos dos veranos de pandemia, pero en los años anteriores encontrábamos ejemplos trágicos de uso de alcohol con MDMA). La erradicación de esas malas prácticas por medio de la educación puede acarrear beneficios en términos de salud y de prevención. Dar esos consejos no es decir: “andá y drogate”, sino: “si vas a hacerlo, tené en cuenta una serie de cuestiones que pueden perjudicarte”. Esa es la cuestión que no quieren entender aquellos que sostienen la irreal idea de un mundo sin drogas. Huir del alarmismo y hablar con información fiable y basada en evidencia no es hacer apología, es tratar de asumir la situación sin moralismos y con respeto por las decisiones ajenas.
Las ansiedades de las clases dominantes siempre se expresaron en una sustancia a demonizar y un subalterno a quien imputársela.
El discurso de los medios más influyentes sigue encuadrado en la perspectiva médico/legal: un lenguaje mítico. Roland Barthes sostuvo que “el mito prefiere trabajar con ayuda de imágenes pobres, incompletas, donde el sentido ya está totalmente desbastado, listo para la significación”. Los conceptos del mito son nebulosos, es la condensación más o menos imprecisa de un saber. No considera contextos, apela a fórmulas. Este lenguaje es el que permite sostener un marco de interpretación de las diferentes situaciones: es el prisma ideológico que se esconde debajo de formulaciones que pretenden ser universales. Son discursos con fuerte carga moral que se esconden en supuestos discursos expertos. Si escarbamos en los orígenes de la prohibición, encontramos racismo y etnofobia: las sustancias ilegalizadas estaban relacionadas a los hábitos de determinados segmentos poblacionales (el opio por los chinos, la marihuana por los mexicanos, la cocaína por los negros, el alcohol por los irlandeses). La prohibición no tiene bases farmacológicas, sino políticas: la policialización del consumo siempre estuvo ligado a las sucesivas figuras de pánico moral. Por ello en nuestro país la asociación pobre/joven/delincuente funcionó para legitimar la acción punitiva.
Las ansiedades de las clases dominantes siempre se expresaron en una sustancia a demonizar y un subalterno a quien imputársela: el pango de los negros durante el rosismo, el alcohol de los gauchos que vagueban en las pulperías, la cocaína de los tangueros –y, luego, de los militantes peronistas–, la marihuana de los hippies, el paco de los pibes. Estas representaciones tienen su presencia en el imaginario social y están instalados desde hace décadas. Tantos años de prohibición han alimentado tantos preconceptos que son difíciles de cambiar de un momento para otro. Pueden generarse grietas en la hegemonía de este discurso, pero en un contexto donde aparecen líderes abiertamente reaccionarios que saben explotar narrativas basadas en superioridades morales autopercibidas puede volverse muy complicado hacer pie. Las ideas previas juegan un rol fundamental. Esos conceptos internalizados dan pautas de comprensión de las situaciones y las enmarcan. Se transforman en el sentido común a través del cual interpretamos el mundo, es el sesgo que los hechos desencadenan.
Como señalaron Ernesto Calvo y Natalia Aruguete: “un usuario que transforma sus prejuicios en información, continúa con la maquinaria mediática y política que le da impulso a su mensaje y concluye con la viralización del contenido mediante la activación en cascada de una comunidad interconectada”. Este es el proceso, en resumidas cuentas, que sucedió desde la aparición de la captura de pantalla del folleto a la ola de indignación pública. Para más horror, el municipio es del conurbano y es parte de la alianza que gobierna el país desde 2019. No importó la existencia de una normativa previa que lo permitía y que fue convalidada por las fuerzas políticas que componen la legislatura de la ciudad (que incluye a la fuerza que lideró la cruzada moral contra el consumo de a poquito de cocaína).
Los discursos presentes en los medios de comunicación circulan en la sociedad. En el momento de la recepción de esos mensajes emergen los conocimientos previos y los datos existentes. Cuando se producen determinadas interpretaciones, entran en juego los esfuerzos cognitivos que van a generar lo que se denominan razonamientos motivados: elegimos algunos datos en detrimento de otros, para que el resultado se ajuste a nuestras creencias previas. Poco importa a veces que los datos empíricos permitan matizar el juicio o directamente desmentirlo; no es casualidad que las fakes news tengan tanta capacidad de daño, que sea tan complicado revertirlas o exhibirlas como lo que son: mentiras intencionadas. Revertir la carga de prueba se vuelve casi imposible cuando ese sesgo cognitivo es fuerte. Existe la posibilidad de lograrlo, aunque depende de la permeabilidad de quien reciba la información. El pero siempre está presente. Y esa capacidad es la que nos permite huir un poco del escepticismo y de las viejas teorías de la manipulación.
En la foto de nuestro mapa de medios vamos a encontrar una fuerte concentración de voces, que se consolidó pese al desarrollo de las tecnologías móviles y las redes sociales. Los tres medios con más llegada al público tienen un perfil ideológico muy similar y no dudan en utilizar cualquier desliz para generar clickbait e indignación. Desde 2008 el mito de la neutralidad informativa quedó abolido, los medios son actores políticos con sus alianzas e intereses. Eso también está presente en las personas que reciben los mensajes, que leen desde sus marcos y experiencias personales. Por eso la recepción es un fenómeno complejo, donde intervienen una diversidad de factores que rompen con la idea de una linealidad de discursos. Los sesgos cognitivos existen, pero eso también es una herramienta para desconfiar (ya sea con búsquedas de información más especializada o ya sea mediante teorías conspirativas, todo puede suceder) de lo que dicen los periodistas. El miedo al descrédito lleva a que la rigidez editorial sea problemática, más en tiempos donde las redes sociales y los espacios de comunicación se han ampliado y diseminado. La reticencia de los medios tradicionales puede pagarse caro en términos comerciales. Y como empresas no se pueden dar el lujo de perder audiencia.
Toda lectura es negociada. Si desconocemos sobre un tema (parece algo muy lejano) la capacidad de hacer un ejercicio crítico es limitada, pero si tenemos información podemos generar un contrapunto, una oposición a los que nos dicen. A veces contamos con mayores herramientas, en otras todo es más difuso. En tiempos de redes sociales y de gambeteo a los robots que se encargan de bajar todo contenido potencialmente sensible a cierta moral pública, existen espacios y cuentas que cumplen un rol fundamental de difusión de prácticas de autocuidado (considerando el después también: el descanso, la alimentación, la actividad física y la gestión de las emociones importan). Se pueden recomendar algunas: los pioneros de Échele Cabeza en Colombia, ARDA (que realizaron el folleto de la discordia), Energy Control en España, etcétera. Por suerte, ya no sólo están los nostálgicos de Fleco y Male que obturan un debate serio e informado sobre una temática que requiere una discusión frontal y sin falsos moralismos: el aumento del consumo registrado en la última década no se afronta con una negación solipsista, sino con políticas públicas consistentes e información basada en evidencia. Discutir los mitos que existen acá es un primer paso para asumir al uso de sustancias como lo que es: una cuestión de salud pública y no una cuestión penal (como bonus track, podemos mencionar dos cuestiones más: la derogación de la vetusta ley 23737 y la reglamentación del Plan de Abordaje Integral para los Consumos Problemáticos –que incluye la reducción de riesgos y daños–). Lo importante es saberlo comunicar.
*Alejandro Miguez. Lic. en Comunicación Social, integrante de Reset – Política de Drogas y Derechos Humanos.