medios, internet y política

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30 jun 2022

por Natalia Romé

Ilustración: Noe Garin

El aguante del odio

Odio o postdictadura

El odio está en boca de todes y nos espanta su despliegue en el discurso mediático, pero ¿qué tan nuevas son esas tendencias de las que hoy hablamos como si se tratara de hechos delimitables y reconocibles bajo la categoría de «odio»? Natalia Romé pone en crisis el término «odio» y ofrece pensar la época a través del prisma de la postdictadura y el buenismo.

¿Qué tan nuevas son esas tendencias de las que hoy hablamos como si se tratara de hechos evidentes, delimitables, reconocibles bajo la categoría de “odio”? 

Sospecho de las nominaciones precipitadas, producen la sensación de un acuerdo en la constatación de un problema social, como si se tratara de un estado de cosas observable y mensurable. Pienso en cambio que un nombre que garantiza poner en forma lo informe u ordenar lo inquieto, antes que el resultado de una inteligencia colectiva es un síntoma o, en todo caso, una alusión, el índice de un problema para el que no logramos darnos los términos justos. ¿Y síntoma de qué puede ser nuestra laxa y ordenadora categoría de odio? 

Arriesgo, no para concluir sino para suscitar una conversación y ¿por qué no? una polémica. “Odio” viene a nombrar una incapacidad que tenemos, como cuerpo social o como inteligencia colectiva, de discernir entre las violencias según sus causas, sus condiciones, sus efectos y modulaciones específicas. Decimos “odio” torpemente, en general, como si se tratara de una fuerza abstracta de entera factura moral, homogénea, mística. Decimos “odio” y renunciamos a una pregunta por las determinaciones históricas del presente, es decir, a la malla densa de capas hermenéuticas, afectos y memorias disponibles, historicidades largas y cortas, que se entraman en esas manifestaciones de crueldad que rompen la frontera de lo decible en el espacio público. Pero renunciamos también a pensar la religiosidad, el afecto, el mito que cimentan a un colectivo como comunidad.

Decimos “odio” torpemente, en general, como si se tratara de una fuerza abstracta de entera factura moral, homogénea, mística.

Al denunciar el “odio” como si se tratara de un objeto de puro presente, presentificamos la crueldad, la violencia, la injusticia. Al escandalizarnos ante de “odio” como absolutización del mal, buenificamos la política, depuramos la cultura, pretendemos limpiar a la historia de sus espectros.

I.

La consideración del odio como una novedad replica un esquema colonial del saber. Son las usinas de pensamiento de los llamados países centrales las que quieren encontrar un novedoso “giro punitivo” en las tendencias reaccionarias, antidemocráticas y segregacionistas del neoliberalismo, desde 2001 o 2008. Pero pensar que el momento utopista del neoliberalismo de los setenta no estaba ya tejido con los hilos de la crueldad es difícil para nosotrxs, sudamericanxs, que conocimos su rostro feroz y genocida desde el principio. Esa condición cruel y antipopular del capitalismo llamado confusamente “neoliberal” no puede pensarse como un rasgo exótico propio de la periferia. Por el contrario, en materia de procesos mundiales, desde la periferia se ve mejor, la parte y el todo. Y la compleja malla ideológica que alimenta y sostiene la compulsión neoliberal al consumo, la felicidad obligatoria y permanente, hipermostrada y productiva, se sostiene en la fantasía de un mundo motorizado por la desigualdad material pero homogeneizado en lo cultural. Un mundo no de “semejantes” sino de competidores desesperados por integrar la aldea de los “idénticos” fuera de la cual sólo hay desperdicios. Ese imaginario micro-universo excluyente sería el resultado de un proceso de depuración o purificación por medio de la supervivencia del más apto. Las formulaciones tempranas pueden leerse sin mucho esfuerzo en “¿A dónde va la democracia?” de F. Hayek (1976) que advierte que la democracia, «de un método saludable para llegar a tomar decisiones políticas que todos pueden aceptar, se ha convertido en pretexto para imponer fines sustancialmente igualitarios».

No hay novedad en eso que hoy llamamos “odio” y resulta problemático ese nombre justamente, porque desancla la experiencia actual de sus genealogías, la vuelve asunto de una entera consideración moral, yoica, psicologizada; incluso cuando se la pretende pensar como una tendencia social, no aparecen las conexiones causales que nos permitirían comprenderla. 

Para dejar de entramparnos en la originalidad aparente del fenómeno, haríamos mejor en llamar al odio por el nombre que permite reponer no sólo su historicidad compleja, sino como sugiere Gisela Catanzaro en Espectrología de la derecha (2021), la fuerza espectral de su asedio en nuestro presente. 

En un bello ensayo titulado Los espantos (2015), la filósofa argentina Silvia Schwarzböck da ese nombre justo a este tiempo que solemos llamar neoliberal. Ese nombre es postdictadura

Postdictadura es el proceso de buenificación moralizante de nuestra vida social.  Es el modo de no-relación entre política y verdad, o su plena subsunción bajo la satanización de toda violencia, al precio de una indistinción abstracta de su relación con la justicia. “No hay violencia originaria. No hay violencia primera. Ni hay contra-violencia” que puedan ser nombradas. Toda “violencia que no sea la de una interpretación contra otra interpretación” queda asociada a la “lucha a muerte en términos de verdad” y se vuelve insoportable para la sensibilidad de nuestro tiempo. 

Postdictadura es el proceso de buenificación moralizante de nuestra vida social.  Es el modo de no-relación entre política y verdad, o su plena subsunción bajo la satanización de toda violencia, al precio de una indistinción abstracta de su relación con la justicia.

La convivencia plana, falsamente pluralista de las interpretaciones que se nos presenta hoy como “tolerancia” sin aspiración a lo verdadero, se encuentra habitada por espectros postdictatoriales. Sin deseo de verdad no hay posibilidad de nombrar la injusticia. Postdictatorial es, entonces, el alma de un tiempo que ha renunciado tanto a la crítica dialéctica como a la fuerza política de lo sagrado.

La indistinción de las violencias deviene así correlativa de la imposibilidad de un nuevo anudamiento entre política y verdad. En esa imposibilidad, toda vida es vida de derecha, naturalmente amarrada a las violencias estructurales que, de tan mecánicamente expuestas en la superficie de lo cotidiano, se han vuelto impensables e indiscernibles. 

Las imágenes “neutras” del “capital humano”, producto del entrenamiento permanente en la autogestión del malestar y capitalización de sí, son inseparables del desprecio de lo frágil, lo ambiguo, lo improductivo, el fracaso, el dolor. El universo que glorifica el “riesgo”, odia el acontecimiento, lo incierto y lo inconsciente. Y en él, el desprecio dirigido hacia unxs otrxs que encarnan la experiencia misma de finitud humana, es también desprecio de sí mismx. Pero nada de eso es pensado como “odio” sino como managment de la propia infelicidad, culpa por la pérdida.

Esa vida de derecha es una vida que sólo acepta un lenguaje literalizado, prosaico o algebraico que reproduce y amplifica modulaciones imaginarias de comunicación transparente, sin opacidad, ni metáfora, sin humor, ni fallido. Brecht y Benjamin ubicaban como extrañamiento o impasse en la superficie imaginaria de los discursos dominantes eso que es sede de la autonomía intelectual y afectiva del espectador. Sin ese desajuste mínimo, nuestra lengua pública es tan tecnocrática como obscena. Sus dispositivos comunicacionales hurgan en nuestros temores e ilusiones, sus ingenierías empobrecen la lengua cotidiana de su picaresca, su ironía, sus ruidos y suciedades. Nuestros discursos hablan una lengua de madera, muerta y mortificante.

II.

Postdictatorial es tanto la violencia prepolítica de la enunciación desmesurada y aulladora, como la gestión infrapolítica de las opiniones, las frases de diseño y la pulcra policía del lenguaje que reproduce la administración de lo mismo.

A ese régimen, a la vez paradojalmente fanatizado y desapasionado del espacio público, Sergio Caletti lo llamaba democracia demoscópica. Y en ella, “no es tan sólo un juego de imágenes lo que vincula al hurgar tecnificado por encuesta para insumo de los gestores y técnicos con el hurgar en el interrogatorio que amedrenta o mata para insumo de los organismos llamados de seguridad. Uno y otro hurgar configuran, en sentido estricto, diferentes géneros de lo policial. (…)  Ocurre que el hurgar, que nada tiene que ver con escuchar, cancela el decir. Las palabras que se profieran como consecuencia de este hurgar no podrán, en último término, suponer jamás la oportunidad de inaugurar mundos, de imaginar horizontes, de improvisar con resultados impredecibles, de dar vía al deseo”.

Hiperiluminación deserotizada y sobreinformación desmocratizadora. Las tácticas aparentemente antitéticas del acallar confluyen en su estrategia. Así lo advierte, también, César González en El fetichismo de la marginalidad: “en el momento en el que las clases más bajas eligen tomar la palabra, ya las están esperando una gran cantidad de técnicos ansiosos por darles el inventario permitido para sus recientes desobediencias. Para desobedecer a sus opresores deben obedecer a sus salvadores (…) ingresan en la prisión de la corrección política. Son sectores a los que se los mantiene al margen de los símbolos, por una subestimación innata de los eruditos acreditados por la sociedad, que jamás ven en ellos posibles productores de nuevos sentidos”. 

La corrección política, a la vez progresista y policial, pone en práctica una extraña versión de racismo, afirma Žižek. Se apropia de la moral y minoriza a su otrx, lx vuelve objeto antropológico. 

Postdictatorial es, así, el mundo de sentido en el que los fundamentalismos y la corrección protocolizada se requieren mutuamente, como pares especulares de la misma desesperación: un dejar de esperar la vida en común. Es tan profunda la falta de erotismo en el sondeo de opinión como en la amenaza de violación. Está tan ausente la política en los procedimentalismos, tecnocratismos y juridicismos como lo está en los aullidos de los haters

Está tan ausente la política en los procedimentalismos, tecnocratismos y juridicismos como lo está en los aullidos de los haters

Nuestro mundo social desangelado, tecnócrata, algorítmico no cesa de apostar al control de la palabra y de las emociones, la regulación procedimental de lo incómodo, el disciplinamiento del litigio, el equívoco y el malentendido. Y sus sujetos, precarizados en su condición humana, es decir mortal, reclaman como pueden la restitución de una promesa, una imaginación de porvenir que no sea la fantasía de una catástrofe inexorable. Si no la trae la política, que es encarnación de una ilusión compartida, la traerán otras imágenes, espectros o espantos. 

“¿Qué sería del sujeto sin el odio? ¿Qué sería del amor sin el odio? El odio es dios, está ahí, ahora, omnisciente, uniendo oriente y occidente. ¡Oh, Dios!, es casi como decir ¡Odio! A los dos, al odio y a dios, se los convoca en ritos sagrados y en la lengua hispana solo un tornillo semántico no les permite ser la misma palabra”, dice César González, una vez más.

III.

Nuestro presente es efecto de una derrota, insistía Nicolás Casullo en Las cuestiones, una derrota que es más que política porque conlleva el extravío no sólo de una historia concreta de luchas y de posibilidades, sino la caída del sentido mismo de la historia: “una experiencia similar a la padecida angustiosamente desde la antigua fe creyente”. Pero “¿se puede vivir culturalmente sin templos? Ya se lo preguntaba Robespierre desde la política de las masas virtuosas”.

Si esas prácticas y decires que englobamos en la casilla abstracta del “odio” son, a su modo, gestos reactivos y desesperados, nuestra nominación no puede contentarse con el gesto moralizante si no quiere ser ella misma indolente y odiosa. Pero tampoco puede exigirse tan sólo comprender, relevando a esxs otrxs de su deber ético y democrático. Entre la culpa progresista y la dispensa sociológica, debemos abrir el espacio para una política popular, beligerante y creativa, menos timorata y más dispuesta a darse nuevos mecanismos para restituir su conexión con lo justo y lo verdadero como memorias del futuro.

Referencias

Caletti, Sergio “Decir, autorrepresentación, sujetos” Tres notas para un debate sobre política y comunicación. Versión 17, México. 2006, pp.19-78

Casullo, Nicolás Las cuestiones. México, FCE. 2007

Catanzaro, Gisela Espectrología de la derecha. Hacia una crítica de la ideología neoliberal en el capitalismo tardío. Cuarenta Ríos. 2021

González, César El fetichismo de la marginalidad. Bs.As. Sudestada. 2020

Žižek, Slavoj En defensa de las causas perdidas. Madrid: Akal. 2011

Schwarzböck, Silvia. Los espantos. Estética y posdictadura. Cuarenta Ríos. 2015