medios, internet y política

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25 mar 2022

por Gabriel Reches

Fotos: Celeste Rojas Mugica

PRODUCCIÓN ESPECIAL: Medios y dictadura

Trabajos forzados y memoria. Entrevista a Miriam Lewin

Sobreviviente del infierno del terrorismo de estado, la periodista Miriam Lewin comparte sus vivencias y reflexiones con Revista Plaza.

Miriam tiene 16, va a la secundaria y pregona por la utopía del anarquismo. Ahora tiene 17, trabaja, quiere ser periodista y milita en el peronismo. A los 19, la torturan entre diez tipos y no sabe si va a sobrevivir. Junto a cuatro o cinco compañeros también secuestradxs, es forzada a trabajar en la redacción periodística de un centro clandestino de detención, para favorecer los intereses de un jerarca militar, de un genocida. Todas esas son Miriam. Y la que se sobrepuso y la periodista que recuerda y también, la que ayuda a recordar qué sucedió en este país, para que nunca más vuelva a suceder.

¿Cómo eras en la escuela secundaria?

Era una chica que usaba jeans y camisas a cuadros, que cursaba en el Nacional Buenos Aires y militaba en el anarquismo, en el verdadero anarquismo de izquierda, hasta que me hice peronista después de escuchar a un compañero de la UES que me dijo que el anarquismo era una hermosísima utopía pero sin efectos prácticos para incidir en la historia y conseguir una sociedad más justa.

¿De eso hablaban en la escuela?

Claro. El rector, Raúl Aragón, era muy democrático. Quitó la obligación de llevar uniforme, promovió un régimen disciplinario con acento en la participación estudiantil, autorizó el centro de estudiantes, y el colegio se transformó en un hervidero político. Había carteles, asambleas, y los locales desde donde los celadores nos monitoreaban con intercomunicadores en la intersección de los claustros se volvieron locales de las tendencias. Pero en el 74, en pleno lopezreguismo, trataron de remover a Aragón y lxs estudiantes tomamos el colegio. Alberto Ottalagano, interventor de la UBA, manda a disolver una manifestación con 140 matones armados que bajaban de micros que decían Universidad de Buenos Aires. Ese día terminó nuestro sueño. Era octubre y dieron por terminadas las clases. Era octubre y yo tenía 16.

—¿Y entonces?

Terminé la escuela e intenté proletarizarme, con la firme oposición de mis padres.

—¿Cómo lo intentaste?

Empecé a trabajar en una fábrica de lamparitas para automóviles que quedaba en Villa Lugano y se llamaba Lago Ginebra. Éramos 60 o 70 empleados, la mayoría menores de edad, que trabajábamos con un régimen de explotación tremendo. Había abuso y acoso sexual de parte de los capataces. Empezamos siendo siete militantes y en menos de dos meses estábamos todxs afiliados al sindicato del vidrio. Pero mis padres no estaban conformes con esa situación. Averiguaron que podían renunciar por mí porque yo era menor de edad. Entonces lo hicieron y me llevaron prácticamente a la fuerza a Mar del Plata, con ellos. Recibía la Evita Montonera en la buhardilla del chalet que habían alquilado en Punta Mogotes.

—¿Y qué pasó con la militancia después de Punta Mogotes?

Mis padres me conminaron a que me inscribiera en la universidad. Me anoté en la licenciatura en economía y en el Instituto Grafotécnico, para ser periodista. En la facultad, empecé a militar en la Juventud Universitaria Peronista y también trabajaba en un taller de reparación de tambores industriales.

—¿Seguiste militando después del golpe militar?

Cuando llega el golpe yo todavía vivía con mis padres. Mi papá era un tipo progresista, judío polaco cercano al ICUF que me compraba libros anarquistas, me estimulaba, me orientaba. Desde muy chica, a los siete años, había tenido acceso a toda su nutrida biblioteca. Leía cosas que me inquietaban, como El Mal Metafísico, La Gran Aldea, que no me dejaban dormir. Pero él tenía miedo de que militara. Yo le decía "para qué sirven mis ideas si no puedo ponerlas en práctica". Y él me contestaba "vos podés tener las ideas que quieras, pero no quiero que te maten por ellas". Yo seguí estudiando y militando en la universidad, hasta que en diciembre del 76 mis responsables de la JUP me dijeron que era inconveniente que siguiera, porque estaba fichada por repartir volantes y participar en las asambleas.

—¿Cómo te protegiste?

Empecé a yirar, clandestina, a vivir en departamentos prestados que estaban desocupados.

Después alquilamos una pieza en Ciudadela con Nora Goldstein, una compañera. Mientras, los grupos de tareas reventaron la casa de mis padres, la de mi abuela, me fueron a esperar a mi casa.

—¿Qué habías hecho con los libros?

Había escondido algunos porque me parecían problemáticos, inconvenientes. Pero por ejemplo no se me ocurrió esconder uno que se llamaba Poesía Rioplatense, de la colonia a la revolución. Y los de la patota se lo llevaron porque interpretaron que tenía que ver con lo que llamaban la subversión.

—¿Cómo te secuestraron?

Nora cayó el 1 de mayo del 77 y ahí nos fuimos a vivir juntos con mi novio, a un departamentito muy precario que habíamos alquilado en Villa Insuperable, cerca de avenida Crovara. Dos semanas después, el 17 de mayo, me secuestraron. En ese momento trabajaba en la administración de una fábrica de muebles en Lomas del Mirador. Cerca de la fábrica llamé desde una cabina al “pie” telefónico y a mi casa, para saber cómo seguía mi bobe, que se estaba muriendo. Me di cuenta de que pasaba algo malo porque cuando terminé de hablar, el tipo que estaba detrás mío en vez de agarrar el teléfono me siguió y se subió conmigo al colectivo. Cuando estaba por llegar a mi parada me tiré a la calle, para no darle tiempo a que me siguiera, empecé a caminar por Crovara y me metí en un almacén. El seguía ahí, lo vi en un auto, con otros tipos, con armas largas. Subí corriendo por una escalera que me llevaba a la General Paz, pero ellos se mandaron por la barranca con el auto, me taclearon y me agarraron. Traté de tomarme la pastilla de cianuro, me la quitaron, me encapucharon, me metieron en la parte de atrás del auto y me llevaron a una comisaría, creo que era la 44. Estaban contentísimos diciendo “vamos hacia alfa con la coneja, vamos hacia alfa con la coneja”. La coneja era yo. Y estaba muy descolocada, por no haber podido tomar la pastilla.

—¿Te decían algo a vos?

Estaban contentísimos y me decían: no sabés hace cuanto que te estábamos buscando.

Después, mientras me torturaban en una mesa, me preguntaban por una amiga, Patricia, que también era militante. Por suerte no tenía la menor idea de donde estaba. "Tenés que darnos un dato, tenés que decirnos dónde está". Era un alivio para mí no saber.

No era un grupo de tareas que se dedicaba a perseguir militantes en general sino que estaban abocados como servicio de inteligencia de la aeronáutica a secuestrar a la hija de un alto oficial de la fuerza, mi amiga.

—Recién decías que te descolocó el no poder tomar una pastilla de cianuro. ¿Pero cómo concebías posible el acto de tomarla?

El hecho de sacrificar la propia vida por la vida de los otros era algo que teníamos muy internalizado. Me puse la pastilla en la boca, miré el cielo, no estaba muy convencida de creer en dios pero le dije a alguien "gracias por poder sacrificarme por los demás". En esa época la militancia era así, por eso, lo que más me descolocó en ese momento no fue el secuestro, sino haber caído viva.

De la comisaría, a Miriam se la llevaron a otro lugar, donde continuaron con las torturas. Esta vez, le tiraban agua en una cama turca con un elástico al que le daban descargas eléctricas. Se la llevaron al centro clandestino de detención de Virrey Ceballos y la dejaron en una pequeña celda, con un camastro, sin ventilación, vigilada por un agente civil de inteligencia, un chico joven, más o menos de la misma edad que ella.

–¿Me van a matar? —le preguntó Miriam.

–Sí, porque si los dejamos vivos, después vuelven a lo mismo —le contestó él.

En octubre del 77, la policía bonaerense entró a un inquilinato buscando a un delincuente común, y casualmente, encontró a Patricia y a su novio. Miriam se enteró, de eso y de su muerte, porque se lo contaron sus propios secuestradores.

¿Por qué creés que te lo contaron?

Cierta perversión. Me hablaban bastante seguido de mi amiga, de cómo le había cagado la carrera al padre, que lo había perjudicado por su militancia.

¿Era común que te hablaran?

Ellos estaban un poco sorprendidos de algunas cosas que yo decía. No entendían que yo había caído por hablarle a mi familia: "nosotros pensábamos que a ustedes no les importaba la familia", me decían. No les cerraba tampoco que fuera nacionalista; ellos tenían la idea del militante al que había que combatir porque no le importaba la patria, ni la familia, ni creía en Dios. Así empecé a entender la psicología de estos tipos.

La pecera

De Virrey Cevallos a Miriam se la llevaron diez meses después de haber sido encerrada clandestinamente y a la fuerza, de haber escuchado gritos de compañeros torturados al otro lado de la puerta, de que un tipo le dijera “soy el responsable de tu vida y de tu muerte”, de que la torturaran entre diez: "Era una misa negra, donde cada uno tenía su rol, gritando, haciendo observaciones sobre mi cuerpo, amenazando, golpeándome, otros con la picana; me gritaban, me decían puta, guerrillera, uno se bajaba los pantalones y me mostraba el pene mientras otro me agarraba la mano y me decía tranquila, si colaborás no te pasa nada, si colaborás te vas a tu casa”, recuerda Miriam.

—¿Cómo llegaste a la ESMA?

Un tiempo después de que mataran a Patricia, me dijeron que me iban a llevar a un lugar donde iba a tener posibilidad de trabajar y de tener contacto con otras personas que estaban en la misma situación que yo.

—¿Ya sabían que vos estudiabas para periodista?

No sé si sabían, pero el hecho de que me designaran para hacer traducciones y para trabajar en la pecera, en la oficina de prensa donde estábamos reducidas y reducidos a trabajo esclavo, fue una decisión que tomaron en la ESMA.

—¿Cómo?

Me preguntaron qué sabía hacer. Era una suerte de selección al estilo de los campos nazis.

Primero estuve varios días tirada en el piso, con tabiques, encapuchada en un lugar que se llamaba Capucha, después me bajaron al sótano a la oficina de audiovisuales y a los quince días me llevaron a la Pecera. Igual, todavía dormía en Capucha, tirada en el piso en una colchoneta maloliente mientras nos caminaban las ratas alrededor.

—¿De qué te hicieron trabajar en la Pecera?

Yo hice varias tareas. Una de las que más hice fue traducir material periodístico del inglés y el francés, de lo que ellos llamaban la campaña antiargentina en el exterior. Eran notas de Los Angeles Times, Le Monde, New York Times, Washington Post. Entonces me enteraba de cosas que me resultaban muy estimulantes, porque entendía de qué manera ellos se sentían vulnerados. Por ejemplo, cuando traducía textos del Latin American Newsletter, que era un boletín que dirigía Rodolfo Terragno en el exilio, porque evidentemente ese boletín tenía contactos dentro de las fuerzas armadas y daba detalles de por ejemplo reuniones entre Videla y Massera, en las que de pronto Massera si iba dando un portazo. Cuando los marinos leían ese material se indignaban. En ese momento, Canal Trece era el canal de la Marina. También escribí editoriales que me dictaba el Tigre Acosta, sobre la paz, la familia, la mirada argentina. Los metían en un sobre, los mandaban al estudio y ahí los leían textualmente al aire. Lo que Acosta dictaba era evidentemente lo que quería comunicar Massera.

—¿Alguna vez pudiste ver o escuchar cómo en El Trece leían lo que habías escrito?

Sí, en la Pecera había televisores.

¿Y qué te producía el hecho de verlo?

Me producía angustia, desazón, por la sensación de absoluto dominio que tenían los militares sobre los medios y sobre lo que eran capaces de generar en la opinión pública. Pero también tenía la oportunidad de ver la potencia de la campaña de denuncia contra la dictadura en el exterior y ver de qué manera la imagen de la dictadura en otros países estaba deteriorada.

—¿El estar participando como escribidora secuestrada de lo que te dictaban tus secuestradores, y ver cómo eso era replicado en un canal, no te producía algo extraño en relación a un contacto con el exterior?

No, el conflicto del adentro y el afuera lo vivía más cuando nos sacaban a prisioneras y a prisioneros a comer. Era muy duro, porque tenías contacto con el mundo exterior y veías cómo la vida transcurría sin conciencia de lo que nos estaban haciendo dentro de los centros clandestinos de detención. Vos salías y no sabías si te iban a fusilar, a llevar a los vuelos de la muerte, o a comer a El Globo o a algún carrito de la Costanera. En esas comidas, además, tenías que escuchar los comentarios entre ellos sobre operativos en los que nuestros compañeras y compañeros eran secuestrados o asesinados. Era una tortura refinada, como una prueba para ver si demostrabas cómo te quebrabas emocionalmente.

—¿Alguna vez fue pedida tu fuerza de trabajo como algo más que dactilógrafa o correctora de estilo?

En mi caso nunca sucedió porque seguramente mi nivel político a los 19 años no despertaba interés, pero supongo que en algún momento sucedió con otrxs compañerxs, siempre en el contexto del trabajo esclavo. El almirante Massera utilizaba la materia gris de estos militantes periodistas de izquierda, que escribían con grilletes y balas de cañón en las piernas, para construir un proyecto político que le permitiera el apoyo de la masa peronista. Felizmente no sucedió.

—¿Cuándo te enterás de que vas a salir?

Hacia fines del 78, en septiembre, Massera termina su período como comandante en jefe de la armada y lo sucede Lambruschini. A una parte de este staff de secuestrados y secuestradas, se les permite salir del país. En mi caso me dicen que me tengo que quedar, pero en enero del 79 me permiten ir a dormir a un departamento que mis padres me habían alquilado. Allí padecí la vigilancia tanto del Tigre Acosta como de Astiz. Tenía que reportarme constantemente e incluso trabajaba en lugares designados por ellos, como en el Ministerio de Bienestar Social.

—¿Y cómo lograste tu independencia?

Cuando salí del país. Yo no tenía pasaporte y reiteradamente había solicitado que me lo otorgaran, porque les dije que una tía ofrecía recibirme en Nueva York y yo quería empezar una nueva vida. El período de libertad vigilada terminó recién en abril del 81. Entonces me dejaron ir. Yo ya me había casado con un compañero de la ESMA y tenía un bebé de un año y meses.

—¿Notás que una parte de la sociedad tiene cierta suspicacia frente a lxs sobrevivientes de los centros clandestinos de detención?

Absolutamente. Se dio la misma mecánica que cuando nos secuestraban. Si se lo llevaron por algo será y si sobrevivió, algo habrá hecho.

Hay mucho dicho y pensado sobre el concepto de memoria. Para muchxs de nosotrxs funciona como una abstracción, como un valor a proteger. ¿Qué significa para vos? Es necesario recordar. ¿Pero es posible no hacerlo?

A nivel personal te podría decir que es muy difícil superar el trauma de haber vivido lo que nosotros vivimos. A mí testimoniar me sirvió, haber escrito un libro, Ese Infierno, con mis compañeras de cautiverio me sirvió, haber escrito treinta años después Putas y Guerrilleras con Olga Wornat me sirvió, haber investigado y testimoniado para la condena de los pilotos de los vuelos de la muerte me sirvió. Pero estamos en una etapa en que algunos de los sobrevivientes nos estamos muriendo, porque haber sobrevivido no nos hace inmortales. Por eso, como sobreviviente de esa experiencia, memoria es sinónimo de responsabilidad. Para mí, memoria es acordarme de las caras y nombres de compañeros y compañeras desaparecidos que ya no están y de las caras y los nombres de quienes los hicieron desaparecer. Y dar testimonio de eso para que se reconstruya la historia y también para que se haga justicia hasta mi último día sobre esta tierra. Falte lo que falte.